Cuando llegó a casa el reloj del living
marcaba las doce. Su madre ya se había ido a dormir y sobre la mesa lo esperaba
General, erguido como un solemne centinela. Su pelaje bicolor destellaba negro
y naranja con la luz de la luna que se colaba por el ventanal. Sólo una franja
de sus ojos celestes era visible, confiriéndole así una expresión que podía ser
de desprecio, superioridad o simplemente sueño. Le dio una palmadita en la
cabeza —sólo un matiz más fuerte que «ligeramente», en aquel tono de amor-odio
que compartían— y el gato le contestó con un maullido quejumbroso para, con un
salto, desaparecer en la oscuridad.
El rumor de las patas sobre la alfombra
desapareció al cabo de unos momentos y Martín se quedó quieto en la oscuridad,
saboreando el silencio antes de dejarse caer en el sillón. Su mirada se perdió
en el vacío del patio, recortado por la mesa que lo separaba del cristal.
Tras un tiempo indecible, suspiró y volvió la
vista hacia el equipo de música —y la caja sobre él. La Versión Musical de la Guerra de los Mundos de Jeff Wayne, regalo
de cumpleaños póstumo de Cito, le devolvió su reflejo turbado al incorporarse.
Con la solemnidad de un ritual, apenas consciente de los movimientos de sus
brazos aún agarrotados por los juegos de la tarde, se quitó la bufanda y la
campera de polar. Luego, con suma delicadeza, retiró de sus brazos las mangas
de la campera blanca de Cito y, tras depositarla en el sofá junto al resto de
las prendas, se deshizo de la remera.
El ventanal estaba cerrado y, sin embargo, la
habitación estaba tan fría como el congelador industrial de un frigorífico.
Martín observó las capas de abrigo con ojos vacuos, como contemplando los
cortes de carne que poblaran semejante congelador. Ni la bufanda ni la campera
de polar le resultaban piezas atractivas. Tomó en sus manos la remera y, con un
estremecimiento (es la que use esu diay),
volvió a dejarla en su lugar. No es lo
suficientemente apetitosa, dijo algo dentro de él, y pasó a la última
prenda. Sus dedos temblaron antes de poder tocar la campera blanca. Cuando
lograron cerrarse sobre ella, se la llevó con violencia a la cara —su nariz
hizo entonces lo que su boca no podía. No llegó a sentirse un caníbal devorando
el recuerdo de su amigo, sólo quería apropiarse del aroma de la no-canela, del
perfume de su desodorante, de esa marca indeleble y terrible, innegable. La
suspiró, sus facciones aún cubiertas por la tela, y su cuerpo entero
experimentó un estremecimiento que lo calmó y le desprendió una única lágrima.
Con la misma lentitud y minuciosidad con la
que se había desvestido, retiró la campera de su rostro y procedió a
colocársela sobre su torso desnudo. El temblor intentó regresar y, presionando
los párpados, lo invitó a pasar, tomándolo de la mando y dejando entrar de
lleno a algo que no podía comprender ni desgranar —sólo sentir, con una cierta consciencia evanescente.
Cerró la puerta del congelador tras de sí,
dejando el resto de las prendas abandonadas en el sillón. La sangre en ellas ya
se había coagulado, las piezas estaban secas. La campera no obstante, le goteaba
una sustancia indecible, pues pertenecía a un muerto.
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