Fue en un Bar de Simon de una avenida principal. La avenida principal. Su avenida, en cuestión. Era la hora de
la merienda, ese momento del día en que los que trabajamos desde las nueve
salimos a respirar aire fresco y libre y, si es miércoles y nuestros trabajos
dan sobre el canal teatral, tenemos la posibilidad de cruzarnos con una
celebridad o dos.
Di mi suspiro más fuerte y acabé empañando la pantalla de mi
celular. Una evanescente veta blancuzca cubrió el reloj sobre las cinco y
cuarto. Según mis cálculos sólidamente comprobados, Fer Demue entraría en
cualquier momento entre ahora mismo y las y veinte, pediría un frapuccino mocca para llevar y, mientras
esperaba, se sentaría unos momentos para degustar una galletita de limón. Una
tercera parte de ella, más bien. Fer Demue, peligrosamente cerca de sus treinta
—pero conservando aún el sex appeal
que había dejado pasmada a la mitad de la población femenina del país y
alrededores con el flash de sus abdominales en una corta pero inolvidable
escena de su primer película—, separaría las tapas de su tentempié y procedería
a lamer el relleno en un acto entre barbárico, infantil y sexual. Todo ello,
desde la seguridad y privacidad de un box oculto tras una columna al fondo del
local. Cualquier chica que lo hubiera visto se imaginaría cómo algo más que meras
tapas se separaban y su interior era
invadido por un investigador húmedo, voraz y rosáceo. Pero no yo. Yo sabía que
a Fer Demue no le gustaban las hendiduras profundas, sino más bien las
protuberancias obelísticas.
De manera que esperé, con mis dedos tamborileando sobre el
teléfono y la mesa del box contiguo al de la columna, removiéndome en la
inquietante comodidad de mi asiento. La mano libre se deslizaba arriba y abajo
sobre la botella abierta de PanaCEA Cherry, en un gesto irónico del que mi
mente hacía caso omiso. Mi mirada alternaba entre la puerta y un papelito
cuidadosamente doblado y encajado entre apuntes de la facultad. Del doblez
sobresalía un pequeño espacio en el que cabía un autógrafo o, quizá, una firma.
En algún momento de mi plan —esbozado a la edad de quince, trazado
a los dieciséis y ejecutado ahora, a mis veinte— se me había ocurrido la
posibilidad de trabajar en este local en particular del Bar de Simon, pero
aquella idea tenía una mella básica: había al menos cuarenta locales
distribuidos por toda la ciudad y cada semana se asignaba a un empleado un
horario y sucursal distintos —las posibilidades de encontrarlo se volvían nulas
o, en todo caso, imprevisibles. Además, tendría que ser su moza, no podía ser
la chica que se ocupaba del café. Y aquello también era rotativo. No, tenía que
poder dominar la situación.
De repente la puerta esmerilada del frente se abrió y una
campanilla y los vibrantes colores del lugar lo recibieron. Fer Demue cruzó la
sección poblada por las banquetas que caracterizaban al local —mesas
constituidas por juegos de Simon Says,
que brindaban diversión y la posibilidad de obtener descuentos— y se acercó a
la caja.
—Un frapuccino mocca
para llevar y una galletita de limón mientras tanto —dijimos al unísono,
coronando la frase con sonrisas gemelas que torcían la boca hacia arriba y
agraciaban el rostro en un gesto afable y casi cansado.
El actor dormitaba hasta pasado el mediodía y de ahí visitaba
el gimnasio durante unas dos horas —una hora entre aeróbicos en máquinas y otra
entre cuerpos—, para luego darse una ducha que los martes y jueves solía ser en
compañía. Luego regresaba a su penthouse a cambiarse y volver a asearse y, tras
unos cuantos ejercicios vocales —los bucales ya los había dejado en el
vestuario de hombres—, salía para el trabajo. Y llegaba aquí de camino al
teatro donde de miércoles a domingo protagonizaba un musical basado en la
película La Noche del 16 de Enero.
Y estaba llegando ahora hacia la mesa de junto. El poco
conocimiento que había adquirido en una clase de Psicología de su último año de
secundaria reingresó a mi mente al interceptar la mirada que Fer le dirigía a
la galletita de limón. Retazos de clases del profesor Gentile me explicaban
cómo aquel acto tan aparentemente nimio era en cambio el pilar de toda su
psique: cómo aquel ritual de comerse la galletita sin realmente comérsela era
un juego lingüístico y mental que le validaba y permitía perpetrar su
sexualidad encubierta. Todos los factores mentales estaban puestos en juego,
incluso la coincidencia de lo lingüístico y lo lingual. Era un caso de libro.
Freud se hubiera dado una panzada con esa representación tan clara y vulgar de
un cunnilingus que le quitaba el cargo de consciencia psicosociosexual por las fellatios
a cometidas y a cometer —haciendo énfasis en el «comer» atravesado en aquel
último vocablo.
En un gesto más impaciente que simbólico, lo abordé antes de
que pudiera separar las tapas.
—Disculpame, te deben decir esto todo el tiempo, pero…
—balbuceé entre sonrisas burbujeantes, mis mejillas encendidas y mis ojos
jugando a buscar y evitar su contacto— ¿me firmarías un autógrafo?
Su rostro se turbó por cosa de medio segundo para luego
volver a esa expresión afable y cansada. Me descubrí pensando que, más que
cansina, era cariñosa. Entornaba un poco los ojos y sus cachetes se abultaban.
Me dio tanta ternura que estuve a punto de arrepentirme, pero entonces un
mensaje vibró en mi bolsillo, demandándome fortaleza. Lara estaba avisando que
entraba al local, con una carpeta de muy interesante contenido bajo el brazo.
—Nunca dejo pasar un halago. Es un placer —replicó Fer Demue,
haciendo a un lado el envoltorio con la galletita aún intacta—. ¿Cómo te
llamás?
—Ana, pero me dicen Nita —repuse, revolviendo entre mis
papeles, «en busca» de alguno para entregarle.
La mueca del hombre se ensanchaba a medida que mi aparente
desesperación crecía. Finalmente, con cierta teatral vergüenza y encogiéndome
de hombros, le extendí el papel doblado.
—Poné sólo tu nombre —le pedí, sacudiendo ligeramente la
cabeza al compás del tono más casual que pude articular. Tenía preparada toda una
ingeniosa explicación para aquello, pero mi corazón se había acelerado de tal
manera al verlo tomar el documento que la idea desapareció. El plan urdido a lo
largo de media vida estaba finalmente en ejecución. A sólo una firma de
distancia.
La mano de Lara se deslizó por mi espalda hacia los hombros y
contuve un gritito, pero no una exhalación. Fer levantó la mirada unos momentos
y sonrió a la chica recién llegada antes de volver al papel. Que no lo lea, que no lo lea, que no lo lea,
murmuraba para mis adentros, y mi amiga volvió a acariciarme, intentando
fútilmente calmarme. No volvería a respirar hasta que me entregara aquel
miserable papelito y, con él, toda su vida.
***
Fer Demue me entregó la hoja doblada con una sonrisa y,
saboreando mi nueva cuenta bancaria y la prospectiva aunque inútil visión de su
cuerpo desnudo en mi cama, exclamé:
—¡Acepto!
Su expresión de ternura cansina se espabiló de un golpe.
Abrió mucho los ojos y se incorporó sobre su asiento.
—¿Qué?
Con un limpio movimiento de la muñeca cuidadosamente ensayado,
desdoblé el papel, revelando así un expediente de matrimonio con todos nuestros
datos y, ahora, también nuestras firmas. Sus ojos recorrieron el documento,
desorbitados. A un mundo de distancia, la chica del café anunciaba que su frapuccino mocca estaba listo. Fer amagó
a levantarse, pero Lara lo bajó a su asiento con la sola firmeza de su voz.
—¿Invitamos a Ro Klein de testigo al civil? —le sonrió,
enseñándole el contenido de la carpeta. Por fortuna, aquel sector no estaba
espejado; de otra manera, habría que haber pagado la terapia de todos los
infantes del local. Lara era una fotógrafa profesional y, si borroneaba un poco
los rostros, podría hacer enloquecer a unos cuantos cientos de personas con aquellos
retratos en su próxima exposición. Claro que, si Fer accedía, los negativos se
guardarían bajo llave y él mismo tendría el gusto de romper o atesorar el
contenido de la carpeta.
—¿Quién los mandó? —resopló tras unos momentos. Sus irises
grises temblaban dilatados en sendas lagunas blancas que no tardarían en
rajarse en mil puntos de fuga rojos. No estaba preparada para esa pregunta.
Esperaba un exabrupto, un muy lógico y racional exabrupto, que sofocaría dando
vuelta a la página y mostrando una foto condicionada de las condiciones en que
se bañaba. Sus palabras me tomaron por sorpresa, pero mi corazón galopaba
demasiado rápido como para que algo así pudiera frenarme. Muy bien, que supiera
la razón.
—La conjunción de un local abandonado en la Galería Puente
Sur y tu abultada billetera —repliqué con una sonrisa de satisfacción.
Ro Klein fue, en efecto, testigo. Lara ofició como la mía y
las sillas extra las ocuparon familiares desconcertados. No se consumó el
matrimonio. Aunque dadas las circunstancias podía haberlo obligado a realizar
el acto de la galletita en términos reales y no psíquicamente metafóricos,
decidí dejar la puerta abierta para que su protuberancia obelística favorita
pudiera consolarlo mientras me daba un chapuzón en la pileta olímpica que
bordeaba la terraza del penthouse.
Cuando regresé a la habitación, Ro Klein se había marchado y
un condón usado reposaba sobre un colchón de papel higiénico en el tacho junto
al inodoro. Una única toalla colgaba del tubo de la cortina. Una segunda la
acompañó tras darme una ducha. Cuando salí del baño, mi bikini había dado paso
a un camisón vaporoso que caía en dos cortinas translúcidas desde las tazas del
corpiño.
En la cama yacía mi desdichado consorte, sus angulosas
facciones surcadas por ríos secos y salados. Un par de mocos secos espiaban el
lujoso cuarto fuera de sus fosas nasales —el ventanal que cubría toda una
pared, el pulcro alfombrado del suelo, El
beso de Klimt sobre la cabecera de la cama haciendo caso omiso del
escándalo de El grito en el otro
extremo. Y entre tanta pompa, Fer Demue, hecho un ovillo apenas cubierto por el
edredón que monopolizaba, constituía una imagen tan triste que mis manos no
pudieron contenerse. Deslicé mis dedos sobre su rostro y sus ojos inyectados en
sangre se abrieron con violencia. Su mano salió disparada a interceptar la mía
y supe al instante que había llorado durante la sodomía y que, si no temiera
por la publicidad de su disfrute de la carnalidad trasera, me habría roto la
muñeca allí mismo. Se limitó a sostener mi mirada con una rabia que lo
obligaría a volver a deshacerse en lágrimas de un momento a otro.
Arrojé mis brazos alrededor de su cuerpo desnudo y nuestros
estómagos se tocaron. El contacto quemó por unos momentos y la tenaza sobre mi
muñeca desapareció. Su pecho tembló y los canales superaron su sequía. Mis mejillas
se empaparon y acerqué mi rostro al suyo. Estábamos a una respiración de un
beso, pero su expresión era demasiado suplicante, demasiado torturada. Estaba
frente a una fantasía de los catorce años, frustrada a los dieciocho, y sólo
podía pensar en la galletita de limón y en Gentile. Y ahora en la consciencia
psicosociosexual. Mi propia
consciencia psicosociosexual. No podía hacerle eso.
Suspiré y me deslicé a su lado, mitigando un sollozo que no
sentía justo emitir.
—¿Te puedo hacer un masaje? —me descubrí diciendo.
Volteó su rostro enrojecido y me enfrenté a un pozo de
emoción cruda. «¿Importa mi permiso?», despotricaba en silencio, y respondí con
una mueca que desvió mi mirada hacia las sábanas con las que me había cubierto.
No me sentía avergonzada ni realmente arrepentida, era un muy normal remordimiento
lo que me recorría. Nunca me había detenido a calcular sus pérdidas, sólo mis
ganancias. De repente tener su cuerpo en mi cama no se sentía un tan importante
beneficio. Me cubrí ante el impacto de un escalofrío. No, se sentía más bien
una acusación, aunque quizá…
—Un masaje a cambio de que me digas qué hay en la Galería
Puente Sur.
Nuestros ojos volvieron a encontrarse y vislumbré una suerte
de perplejidad casi no rencorosa en los suyos. Asentí y me dio la espalda. Mi
mirada bajó hasta donde el tatuaje de una alas que había disparado una alerta
femenina internacional se confundía con la entrada a ese lugar que Ro Klein
había visitado hacía apenas unas horas. Al girarme hacia él me di cuenta de que
estaba moviéndome sobre el sudor de su amante y por unos momentos quedé
atontada. Entonces Fer Demue ladeó su cabeza en un gesto doloroso y deslicé mis
manos por sus omóplatos. El contacto era cálido y Ro Klein volvió a mi cabeza.
Pensé en cabezas y en galletitas de limón y sacudí mi cabellera aún húmeda
antes de que la ilación llegara a Gentile.
—Discos —musité—. Discos y ballet.
Mis dedos descendieron por sus brazos torneados por la hora
de gimnasio diario y actividad escénica —Klein no tenía jurisdicción allí.
Lentamente fui inclinándome sobre él hasta apoyar el mentón sobre sus clavículas
temblorosas. Una idea titiló y murió antes de hacerse plenamente consciente,
pero capté su raíz antes de continuar. Estaba cometiendo una suerte de
violación.
—El dueño murió hace siete años y todos los discos que tenía
en el negocio quedaron inmovilizados adentro. Hacía compra y venta, usados o
nuevos. A los trece quería comprarme el DVD de tu película, pero mi mamá no
quería tener semejante barbaridad entre mis películas de Disney y sus discos de
Mozart y Tchaikovsky. Era una muy prestigiosa colección. La suya, claro. ¿Lo
estoy haciendo bien?
Fer asintió y mis manos subieron hacia su cuello. Sentí como
se le erizaban los pelos de la nuca al recorrerlos y, taciturna, perdí contacto
de mis dedos. La escena que me devolvía nuestro reflejo en el ventanal —nuestras
siluetas recortadas sobre el débil centelleo de una ciudad adormilada— era demasiado
irreal, pero mis palabras, no obstante, seguían fluyendo, anclándonos.
—Por esos momentos yo hacía danza clásica. Empecé a los cinco
y dejé a los quince, por un esguince que devengó en chau ligamentos y chau
ballet. Pero a los doce estaba en la prima de mi viaje, de mi talento.
Escuchaba el Lago de los Cisnes todos los días, improvisando una rutina un día
y puliéndola al siguiente. Llegué a dar conciertos familiares en más de una
ocasión. Era la prima ballerina del living y mis pirouttes la envidia de mis
primas más grandes, agrias y amargadas de la envidia ya a los dieciocho. La
cuestión es que esos discos los escuchaba yo mucho más que mi mamá, de manera
que mi cabeza desquiciada por el golpe hormonal debió hacer unos cálculos
extraños y suponer que, de facto, eran míos.
—Los vendiste para comprar mi película.
—Exacto.
Fer Demue se dio la vuelta y tomó mis manos. La perplejidad
que había poblado sus ojos había dado paso a algo más parecido a una acusación
atónita: «¿te casaste conmigo para recuperar unos discos?».
***
Mamá murió a dos meses de mis quinces. Tuvo la gentileza de
hacerlo después, un último gesto maternal que compensaba gran parte de las
atrocidades que había cometido a lo largo de todos esos años. En su lecho de
muerte, celebrado en una habitación compartida con una señora horrible y
quejumbrosa, me juró que estaba todo bien entre nosotras y que se marchaba
feliz, pero yo sabía que no era así. Sabía que jamás me había perdonado haberle
vendido a sus hijitos, a su preciosa colección de casettes, vinilos y CDs por
una película que carecía de trama. Me había odiado desde el momento en que se
hubo enterado hasta en el que cerró por última vez los ojos. Tenía sus razones.
La colección de música clásica que yo vendí por el precio de
un DVD estreno había sido amasada a lo largo de toda su vida. Eran ediciones
importadas, carísimas y extremadamente raras. El dueño de la disquería lo supo
con sólo mirar las tapas, y accedió a canjearlos por una miserable película.
Chopin, Mozart, Verdi, Wagner, todos se fueron. Todos menos Tchaickovsky, en ello residía gran parte del rencor de
mi madre. Au contraire del relato que
deslicé sobre la espalda de Fer Demue, no había sido una apropiación de facto
lo que me había llevado a vender sus discos. La apropiación había recaído sólo sobre
el Lago de los Cisnes y me había hecho conservarlo. Lo demás era la Porquería
de Mamá, cosas aburridas que ni ella escuchaba. No puedo asegurar que hubiera
sido personal, pero sí que veía así. No existía otra manera de verlo para la
propietaria de las Porquerías.
Todo eso era ignorado por la mirada acusatoria del hombre
desnudo en mi cama, que podría haber sido fácilmente puesto al tanto. Era
cuestión de ampliar un poco el relato y explicarle que no lo había obligado a
casarse conmigo sólo para «recuperar unos discos», sino más bien saldar una
cuenta a la par con la que él mismo se enfrentaba comiendo la galletita de
limón mientras esperaba su frapuccino
mocca. Pero no lo hice. No le dije todo lo que esos discos representaban,
no porque no fuera su asunto, sino porque merecía odiarme. No merecía llorar
mientras recibía su fellatio a cambio del cunnilingus a un relleno de limón,
tenía todo el derecho de gritar de placer al ser montado con alegría y reír si
no le dolía mucho.
—Sí —repliqué, sujetándole el rostro y acercándome para
saborear sus labios y los surcos salados a los lados.
Era un gesto burdo y sucio, pero eso estaba bien —incluso en
consonancia con la idea que había sofocado. Eso le haría bien, y quería que se
sintiera bien. A pesar de haberlo embaucado y condenado, quería lo mejor para
él. De hecho, el casarse conmigo lo había ayudado bastante a subir su
reputación entre las revistas del corazón. Ahora mismo daban un maratón de los
episodios en los que había participado de una telenovela barata y hasta habían
sacado una reedición en Bluray de dos discos de su bendita película. Reí por
dentro ante una idea que se colaba entre las portadas con nuestras fotos en el
civil e iglesia: «debería agradecerme».
—Me das asco.
—Me parece bien. Vos me excitás.
Mis palabras no tenían contenido, pero era lo que Fer Demue
necesitaba oír. Al día siguiente, Lara diría que me merecía un abrazo y que me
comiera la galletita, pero mi amiga no estaba allí. Y en cosa de un minuto,
tampoco mi marido. La protuberancia obelística danzó muerta y ofuscada a lo
largo de la habitación, desapareciendo tras un portazo.
Suspiré e inspiré el aire enviciado por el olor que la
sodomía había desprendido de Fer Demue y Ro Klein. Consideré la posibilidad de
cambiar las sábanas, pero acabé considerando que, a menos que lo drogara,
aquello sería lo más cerca que estaría a consumar mi matrimonio. La idea llevó
a preguntarme si en algún momento había tenido la intención de hacerlo y,
pronto, me descubrí pensando en el torso de Fer Demue y en la película. La cama
que ya no compartía y la partida de mi marido encarrilaron con la cama del
hospital y la pérdida de mi madre.
Parpadeé con fiereza,
obligando a que las imágenes cambiaran en mi cabeza, que se reprodujeran sólo
aquellos cuadros que protagonizaba la figura que dormitaba en la habitación de
huéspedes al otro lado del pasillo. Podía concentrarme en mi yo de trece y que así
las hormonas de una mocosa terca y quisquillosa me hicieran odiarme y
maravillarme de mi misma.
Pasados unos instantes, lo conseguí. Dormí sonriente.