sábado, 10 de octubre de 2015

Epílogo

Comienza a llover y el aire se congela un par de grados menos. Mis lágrimas se confunden con las gotas de eso que ya no es llovizna. Me pregunto si el clima no estará apiadándose de mi alma —de sus almas, me corrijo instantáneamente, desviando la mirada de las dos lápidas encerradas tras la valla de la familia Maurtir. Hermano y hermana yacerán juntos por toda la eternidad, pienso mientras mis ojos vidriosos suben los escalones hacia el cementerio de animales. Mi cuerpo no atina a moverse, sólo mi mirada quebrada parece tener el poder o la voluntad de irse.
Irse, reverbera mi mente, y me detengo a pensar en (lo indefinido) el infinitivo. En el presente. Y soy repentinamente consciente de que no puedo imaginarme nada de esto depositándose en el pasado ni alcanzo a proyectarlo el futuro, sólo sucediendo. Soy yo, aquí, ahora. Si existe Emms, es porque siento su mano enguantada en cuero acariciando mi espalda. Percibo su escalar hasta mi hombro y bajar por un brazo. Otra mano se dispara al otro brazo y los dedos se cierran como ga(rras)nchos. Puedo sentir sus uñas esmaltadas en rojo a través de varias capas de ropa. Pienso en el rojo y en el Palo Sangriento, en el último, supremo sacrificio que hicieron las tres pérdidas.
Rupert me abraza y el calor de su rostro y sus lágrimas se mezclan con las mías. Por mi boca entreabierta en un sollozo que estrangulo se cola una. No llego a preguntarme de cuál de los dos es, sólo registro lo salado y pienso en sal. Mala suerte y cómo el vocablo sal, fragmentado, mutilado, puede encontrarse en aquella palabra, y en lo que sucedió.
Sucedió que la humanidad puede vivir, que el universo —el Omniverso— sigue vivo. En eso pienso al exhalar un suspiro destructivo. Yo vivo. Ellos no, culpa el eco al moverse finalmente mis pies.
Subo los escalones y la lápida y una multitud de gatos antropomórficos se voltean para verme llegar. Extienden sus garras al pasar yo a su lado. El desfile entre ellos va dibujándome pequeñas líneas rojas que se difuminan con la lluvia en mis brazos. Mi pelo ya está totalmente empapado y no sé si alguna parte de mi cara sigue seca.
Me arrodillo frente al cúmulo de tierra removida y abrazo a la gata que luce un moño negro y un vestido de encaje a juego. Pienso que sus guantes son muy similares a los de Emms y reafirmo mi presa sobre ella. Pompi me pone una mano en el hombro y Flameate me escuda del llanto de las nubes. Pero no evapora mis lágrimas. Soy consciente de ello al inclinarme sobre la tierra.
Apoyo una mano sobre el montículo y se dispara sobre mi mente el final de Carrie. Imagino su garra saliendo de entre mugre y humus, aferrándose a mí, tirando hacia abajo. Me veo despertando a los gritos en una culpa neurótica y me regodeo en esa perspectiva. Si aquello sucediera significaría que la tabla de mármol con dos imposibles fechas escritas no sería real. Pero lo es, asevero al afirmarme sobre mi rodilla.
Una decena de ojos se posa sobre mí al incorporarme y sacar algo del bolsillo. Los chicos ya están allí. Los jóvenes Katyrs. Los Agentes Adorables. Esteban Testino se yergue sobre la lápida de Leki the Cat y deja sobre su amigo, su acompañante de aventuras, su todo, una goma de borrar con la que jugar por toda la eternidad.


miércoles, 4 de marzo de 2015

De cómo me casé con Fer Demue



Fue en un Bar de Simon de una avenida principal. La avenida principal. Su avenida, en cuestión. Era la hora de la merienda, ese momento del día en que los que trabajamos desde las nueve salimos a respirar aire fresco y libre y, si es miércoles y nuestros trabajos dan sobre el canal teatral, tenemos la posibilidad de cruzarnos con una celebridad o dos.
Di mi suspiro más fuerte y acabé empañando la pantalla de mi celular. Una evanescente veta blancuzca cubrió el reloj sobre las cinco y cuarto. Según mis cálculos sólidamente comprobados, Fer Demue entraría en cualquier momento entre ahora mismo y las y veinte, pediría un frapuccino mocca para llevar y, mientras esperaba, se sentaría unos momentos para degustar una galletita de limón. Una tercera parte de ella, más bien. Fer Demue, peligrosamente cerca de sus treinta —pero conservando aún el sex appeal que había dejado pasmada a la mitad de la población femenina del país y alrededores con el flash de sus abdominales en una corta pero inolvidable escena de su primer película—, separaría las tapas de su tentempié y procedería a lamer el relleno en un acto entre barbárico, infantil y sexual. Todo ello, desde la seguridad y privacidad de un box oculto tras una columna al fondo del local. Cualquier chica que lo hubiera visto se imaginaría cómo algo más que meras tapas se separaban y su interior era invadido por un investigador húmedo, voraz y rosáceo. Pero no yo. Yo sabía que a Fer Demue no le gustaban las hendiduras profundas, sino más bien las protuberancias obelísticas.
De manera que esperé, con mis dedos tamborileando sobre el teléfono y la mesa del box contiguo al de la columna, removiéndome en la inquietante comodidad de mi asiento. La mano libre se deslizaba arriba y abajo sobre la botella abierta de PanaCEA Cherry, en un gesto irónico del que mi mente hacía caso omiso. Mi mirada alternaba entre la puerta y un papelito cuidadosamente doblado y encajado entre apuntes de la facultad. Del doblez sobresalía un pequeño espacio en el que cabía un autógrafo o, quizá, una firma.
En algún momento de mi plan —esbozado a la edad de quince, trazado a los dieciséis y ejecutado ahora, a mis veinte— se me había ocurrido la posibilidad de trabajar en este local en particular del Bar de Simon, pero aquella idea tenía una mella básica: había al menos cuarenta locales distribuidos por toda la ciudad y cada semana se asignaba a un empleado un horario y sucursal distintos —las posibilidades de encontrarlo se volvían nulas o, en todo caso, imprevisibles. Además, tendría que ser su moza, no podía ser la chica que se ocupaba del café. Y aquello también era rotativo. No, tenía que poder dominar la situación.
De repente la puerta esmerilada del frente se abrió y una campanilla y los vibrantes colores del lugar lo recibieron. Fer Demue cruzó la sección poblada por las banquetas que caracterizaban al local —mesas constituidas por juegos de Simon Says, que brindaban diversión y la posibilidad de obtener descuentos— y se acercó a la caja.
—Un frapuccino mocca para llevar y una galletita de limón mientras tanto —dijimos al unísono, coronando la frase con sonrisas gemelas que torcían la boca hacia arriba y agraciaban el rostro en un gesto afable y casi cansado.
El actor dormitaba hasta pasado el mediodía y de ahí visitaba el gimnasio durante unas dos horas —una hora entre aeróbicos en máquinas y otra entre cuerpos—, para luego darse una ducha que los martes y jueves solía ser en compañía. Luego regresaba a su penthouse a cambiarse y volver a asearse y, tras unos cuantos ejercicios vocales —los bucales ya los había dejado en el vestuario de hombres—, salía para el trabajo. Y llegaba aquí de camino al teatro donde de miércoles a domingo protagonizaba un musical basado en la película La Noche del 16 de Enero.
Y estaba llegando ahora hacia la mesa de junto. El poco conocimiento que había adquirido en una clase de Psicología de su último año de secundaria reingresó a mi mente al interceptar la mirada que Fer le dirigía a la galletita de limón. Retazos de clases del profesor Gentile me explicaban cómo aquel acto tan aparentemente nimio era en cambio el pilar de toda su psique: cómo aquel ritual de comerse la galletita sin realmente comérsela era un juego lingüístico y mental que le validaba y permitía perpetrar su sexualidad encubierta. Todos los factores mentales estaban puestos en juego, incluso la coincidencia de lo lingüístico y lo lingual. Era un caso de libro. Freud se hubiera dado una panzada con esa representación tan clara y vulgar de un cunnilingus que le quitaba el cargo de consciencia psicosociosexual por las fellatios a cometidas y a cometer —haciendo énfasis en el «comer» atravesado en aquel último vocablo.
En un gesto más impaciente que simbólico, lo abordé antes de que pudiera separar las tapas.
—Disculpame, te deben decir esto todo el tiempo, pero… —balbuceé entre sonrisas burbujeantes, mis mejillas encendidas y mis ojos jugando a buscar y evitar su contacto— ¿me firmarías un autógrafo?
Su rostro se turbó por cosa de medio segundo para luego volver a esa expresión afable y cansada. Me descubrí pensando que, más que cansina, era cariñosa. Entornaba un poco los ojos y sus cachetes se abultaban. Me dio tanta ternura que estuve a punto de arrepentirme, pero entonces un mensaje vibró en mi bolsillo, demandándome fortaleza. Lara estaba avisando que entraba al local, con una carpeta de muy interesante contenido bajo el brazo.
—Nunca dejo pasar un halago. Es un placer —replicó Fer Demue, haciendo a un lado el envoltorio con la galletita aún intacta—. ¿Cómo te llamás?
—Ana, pero me dicen Nita —repuse, revolviendo entre mis papeles, «en busca» de alguno para entregarle.
La mueca del hombre se ensanchaba a medida que mi aparente desesperación crecía. Finalmente, con cierta teatral vergüenza y encogiéndome de hombros, le extendí el papel doblado.
—Poné sólo tu nombre —le pedí, sacudiendo ligeramente la cabeza al compás del tono más casual que pude articular. Tenía preparada toda una ingeniosa explicación para aquello, pero mi corazón se había acelerado de tal manera al verlo tomar el documento que la idea desapareció. El plan urdido a lo largo de media vida estaba finalmente en ejecución. A sólo una firma de distancia.
La mano de Lara se deslizó por mi espalda hacia los hombros y contuve un gritito, pero no una exhalación. Fer levantó la mirada unos momentos y sonrió a la chica recién llegada antes de volver al papel. Que no lo lea, que no lo lea, que no lo lea, murmuraba para mis adentros, y mi amiga volvió a acariciarme, intentando fútilmente calmarme. No volvería a respirar hasta que me entregara aquel miserable papelito y, con él, toda su vida.

***

Fer Demue me entregó la hoja doblada con una sonrisa y, saboreando mi nueva cuenta bancaria y la prospectiva aunque inútil visión de su cuerpo desnudo en mi cama, exclamé:
—¡Acepto!
Su expresión de ternura cansina se espabiló de un golpe. Abrió mucho los ojos y se incorporó sobre su asiento.
—¿Qué?
Con un limpio movimiento de la muñeca cuidadosamente ensayado, desdoblé el papel, revelando así un expediente de matrimonio con todos nuestros datos y, ahora, también nuestras firmas. Sus ojos recorrieron el documento, desorbitados. A un mundo de distancia, la chica del café anunciaba que su frapuccino mocca estaba listo. Fer amagó a levantarse, pero Lara lo bajó a su asiento con la sola firmeza de su voz.
—¿Invitamos a Ro Klein de testigo al civil? —le sonrió, enseñándole el contenido de la carpeta. Por fortuna, aquel sector no estaba espejado; de otra manera, habría que haber pagado la terapia de todos los infantes del local. Lara era una fotógrafa profesional y, si borroneaba un poco los rostros, podría hacer enloquecer a unos cuantos cientos de personas con aquellos retratos en su próxima exposición. Claro que, si Fer accedía, los negativos se guardarían bajo llave y él mismo tendría el gusto de romper o atesorar el contenido de la carpeta.
—¿Quién los mandó? —resopló tras unos momentos. Sus irises grises temblaban dilatados en sendas lagunas blancas que no tardarían en rajarse en mil puntos de fuga rojos. No estaba preparada para esa pregunta. Esperaba un exabrupto, un muy lógico y racional exabrupto, que sofocaría dando vuelta a la página y mostrando una foto condicionada de las condiciones en que se bañaba. Sus palabras me tomaron por sorpresa, pero mi corazón galopaba demasiado rápido como para que algo así pudiera frenarme. Muy bien, que supiera la razón.
—La conjunción de un local abandonado en la Galería Puente Sur y tu abultada billetera —repliqué con una sonrisa de satisfacción.


Ro Klein fue, en efecto, testigo. Lara ofició como la mía y las sillas extra las ocuparon familiares desconcertados. No se consumó el matrimonio. Aunque dadas las circunstancias podía haberlo obligado a realizar el acto de la galletita en términos reales y no psíquicamente metafóricos, decidí dejar la puerta abierta para que su protuberancia obelística favorita pudiera consolarlo mientras me daba un chapuzón en la pileta olímpica que bordeaba la terraza del penthouse.
Cuando regresé a la habitación, Ro Klein se había marchado y un condón usado reposaba sobre un colchón de papel higiénico en el tacho junto al inodoro. Una única toalla colgaba del tubo de la cortina. Una segunda la acompañó tras darme una ducha. Cuando salí del baño, mi bikini había dado paso a un camisón vaporoso que caía en dos cortinas translúcidas desde las tazas del corpiño.
En la cama yacía mi desdichado consorte, sus angulosas facciones surcadas por ríos secos y salados. Un par de mocos secos espiaban el lujoso cuarto fuera de sus fosas nasales —el ventanal que cubría toda una pared, el pulcro alfombrado del suelo, El beso de Klimt sobre la cabecera de la cama haciendo caso omiso del escándalo de El grito en el otro extremo. Y entre tanta pompa, Fer Demue, hecho un ovillo apenas cubierto por el edredón que monopolizaba, constituía una imagen tan triste que mis manos no pudieron contenerse. Deslicé mis dedos sobre su rostro y sus ojos inyectados en sangre se abrieron con violencia. Su mano salió disparada a interceptar la mía y supe al instante que había llorado durante la sodomía y que, si no temiera por la publicidad de su disfrute de la carnalidad trasera, me habría roto la muñeca allí mismo. Se limitó a sostener mi mirada con una rabia que lo obligaría a volver a deshacerse en lágrimas de un momento a otro.
Arrojé mis brazos alrededor de su cuerpo desnudo y nuestros estómagos se tocaron. El contacto quemó por unos momentos y la tenaza sobre mi muñeca desapareció. Su pecho tembló y los canales superaron su sequía. Mis mejillas se empaparon y acerqué mi rostro al suyo. Estábamos a una respiración de un beso, pero su expresión era demasiado suplicante, demasiado torturada. Estaba frente a una fantasía de los catorce años, frustrada a los dieciocho, y sólo podía pensar en la galletita de limón y en Gentile. Y ahora en la consciencia psicosociosexual. Mi propia consciencia psicosociosexual. No podía hacerle eso.
Suspiré y me deslicé a su lado, mitigando un sollozo que no sentía justo emitir.
—¿Te puedo hacer un masaje? —me descubrí diciendo.
Volteó su rostro enrojecido y me enfrenté a un pozo de emoción cruda. «¿Importa mi permiso?», despotricaba en silencio, y respondí con una mueca que desvió mi mirada hacia las sábanas con las que me había cubierto. No me sentía avergonzada ni realmente arrepentida, era un muy normal remordimiento lo que me recorría. Nunca me había detenido a calcular sus pérdidas, sólo mis ganancias. De repente tener su cuerpo en mi cama no se sentía un tan importante beneficio. Me cubrí ante el impacto de un escalofrío. No, se sentía más bien una acusación, aunque quizá…
—Un masaje a cambio de que me digas qué hay en la Galería Puente Sur.
Nuestros ojos volvieron a encontrarse y vislumbré una suerte de perplejidad casi no rencorosa en los suyos. Asentí y me dio la espalda. Mi mirada bajó hasta donde el tatuaje de una alas que había disparado una alerta femenina internacional se confundía con la entrada a ese lugar que Ro Klein había visitado hacía apenas unas horas. Al girarme hacia él me di cuenta de que estaba moviéndome sobre el sudor de su amante y por unos momentos quedé atontada. Entonces Fer Demue ladeó su cabeza en un gesto doloroso y deslicé mis manos por sus omóplatos. El contacto era cálido y Ro Klein volvió a mi cabeza. Pensé en cabezas y en galletitas de limón y sacudí mi cabellera aún húmeda antes de que la ilación llegara a Gentile.
—Discos —musité—. Discos y ballet.
Mis dedos descendieron por sus brazos torneados por la hora de gimnasio diario y actividad escénica —Klein no tenía jurisdicción allí. Lentamente fui inclinándome sobre él hasta apoyar el mentón sobre sus clavículas temblorosas. Una idea titiló y murió antes de hacerse plenamente consciente, pero capté su raíz antes de continuar. Estaba cometiendo una suerte de violación.
—El dueño murió hace siete años y todos los discos que tenía en el negocio quedaron inmovilizados adentro. Hacía compra y venta, usados o nuevos. A los trece quería comprarme el DVD de tu película, pero mi mamá no quería tener semejante barbaridad entre mis películas de Disney y sus discos de Mozart y Tchaikovsky. Era una muy prestigiosa colección. La suya, claro. ¿Lo estoy haciendo bien?
Fer asintió y mis manos subieron hacia su cuello. Sentí como se le erizaban los pelos de la nuca al recorrerlos y, taciturna, perdí contacto de mis dedos. La escena que me devolvía nuestro reflejo en el ventanal —nuestras siluetas recortadas sobre el débil centelleo de una ciudad adormilada— era demasiado irreal, pero mis palabras, no obstante, seguían fluyendo, anclándonos.
—Por esos momentos yo hacía danza clásica. Empecé a los cinco y dejé a los quince, por un esguince que devengó en chau ligamentos y chau ballet. Pero a los doce estaba en la prima de mi viaje, de mi talento. Escuchaba el Lago de los Cisnes todos los días, improvisando una rutina un día y puliéndola al siguiente. Llegué a dar conciertos familiares en más de una ocasión. Era la prima ballerina del living y mis pirouttes la envidia de mis primas más grandes, agrias y amargadas de la envidia ya a los dieciocho. La cuestión es que esos discos los escuchaba yo mucho más que mi mamá, de manera que mi cabeza desquiciada por el golpe hormonal debió hacer unos cálculos extraños y suponer que, de facto, eran míos.
—Los vendiste para comprar mi película.
—Exacto.
Fer Demue se dio la vuelta y tomó mis manos. La perplejidad que había poblado sus ojos había dado paso a algo más parecido a una acusación atónita: «¿te casaste conmigo para recuperar unos discos?».

***

Mamá murió a dos meses de mis quinces. Tuvo la gentileza de hacerlo después, un último gesto maternal que compensaba gran parte de las atrocidades que había cometido a lo largo de todos esos años. En su lecho de muerte, celebrado en una habitación compartida con una señora horrible y quejumbrosa, me juró que estaba todo bien entre nosotras y que se marchaba feliz, pero yo sabía que no era así. Sabía que jamás me había perdonado haberle vendido a sus hijitos, a su preciosa colección de casettes, vinilos y CDs por una película que carecía de trama. Me había odiado desde el momento en que se hubo enterado hasta en el que cerró por última vez los ojos. Tenía sus razones.
La colección de música clásica que yo vendí por el precio de un DVD estreno había sido amasada a lo largo de toda su vida. Eran ediciones importadas, carísimas y extremadamente raras. El dueño de la disquería lo supo con sólo mirar las tapas, y accedió a canjearlos por una miserable película. Chopin, Mozart, Verdi, Wagner, todos se fueron. Todos menos Tchaickovsky, en ello residía gran parte del rencor de mi madre. Au contraire del relato que deslicé sobre la espalda de Fer Demue, no había sido una apropiación de facto lo que me había llevado a vender sus discos. La apropiación había recaído sólo sobre el Lago de los Cisnes y me había hecho conservarlo. Lo demás era la Porquería de Mamá, cosas aburridas que ni ella escuchaba. No puedo asegurar que hubiera sido personal, pero sí que veía así. No existía otra manera de verlo para la propietaria de las Porquerías.
Todo eso era ignorado por la mirada acusatoria del hombre desnudo en mi cama, que podría haber sido fácilmente puesto al tanto. Era cuestión de ampliar un poco el relato y explicarle que no lo había obligado a casarse conmigo sólo para «recuperar unos discos», sino más bien saldar una cuenta a la par con la que él mismo se enfrentaba comiendo la galletita de limón mientras esperaba su frapuccino mocca. Pero no lo hice. No le dije todo lo que esos discos representaban, no porque no fuera su asunto, sino porque merecía odiarme. No merecía llorar mientras recibía su fellatio a cambio del cunnilingus a un relleno de limón, tenía todo el derecho de gritar de placer al ser montado con alegría y reír si no le dolía mucho.
—Sí —repliqué, sujetándole el rostro y acercándome para saborear sus labios y los surcos salados a los lados.
Era un gesto burdo y sucio, pero eso estaba bien —incluso en consonancia con la idea que había sofocado. Eso le haría bien, y quería que se sintiera bien. A pesar de haberlo embaucado y condenado, quería lo mejor para él. De hecho, el casarse conmigo lo había ayudado bastante a subir su reputación entre las revistas del corazón. Ahora mismo daban un maratón de los episodios en los que había participado de una telenovela barata y hasta habían sacado una reedición en Bluray de dos discos de su bendita película. Reí por dentro ante una idea que se colaba entre las portadas con nuestras fotos en el civil e iglesia: «debería agradecerme».
—Me das asco.
—Me parece bien. Vos me excitás.
Mis palabras no tenían contenido, pero era lo que Fer Demue necesitaba oír. Al día siguiente, Lara diría que me merecía un abrazo y que me comiera la galletita, pero mi amiga no estaba allí. Y en cosa de un minuto, tampoco mi marido. La protuberancia obelística danzó muerta y ofuscada a lo largo de la habitación, desapareciendo tras un portazo.
Suspiré e inspiré el aire enviciado por el olor que la sodomía había desprendido de Fer Demue y Ro Klein. Consideré la posibilidad de cambiar las sábanas, pero acabé considerando que, a menos que lo drogara, aquello sería lo más cerca que estaría a consumar mi matrimonio. La idea llevó a preguntarme si en algún momento había tenido la intención de hacerlo y, pronto, me descubrí pensando en el torso de Fer Demue y en la película. La cama que ya no compartía y la partida de mi marido encarrilaron con la cama del hospital y la pérdida de mi madre.
 Parpadeé con fiereza, obligando a que las imágenes cambiaran en mi cabeza, que se reprodujeran sólo aquellos cuadros que protagonizaba la figura que dormitaba en la habitación de huéspedes al otro lado del pasillo. Podía concentrarme en mi yo de trece y que así las hormonas de una mocosa terca y quisquillosa me hicieran odiarme y maravillarme de mi misma.

Pasados unos instantes, lo conseguí. Dormí sonriente.

jueves, 4 de septiembre de 2014

musical-MENTE #3

  
CAPÍTULO III
Johnny One-Note




1


—¿Que hizo qué? —exclamó Celeste entre risas. —¡No te creo!
—Es posta —dijo Martín, encogiéndose de hombros y sacudiendo su cara sonriente. —Trajo bandejas de seso y corazón. Y apuntó a una chica con una especie de... ¡daga!
—¿Y esa mujer es profesora?
—Es reemplazante.
—¡Por supuesto, si todas las reemplazantes están locas!
—¡Amén!
Dejaron escapar sendas carcajadas y se miraron con un aire de complicidad, recordando las locuras que habían presenciado frente a educadores temporales. La imagen de una docente de inglés sugiriéndole arrancar las páginas de los libros —«¡Porque son suyos!», había alegado— acudió a la mente de Martín, pero no llegó a comunicársela a su amiga. Una fina capa de silencio se había deslizado entre ellos y acababa de engrosarse con violencia.
Celeste sintió una brisa fría que poco tenía que ver con el crudo clima invernal. Observó por el rabillo del ojo a su amigo y constató que su expresión se había paralizado. No la sorprendía: acababan de doblar la esquina y sólo dos cuadras los separaban de La Forza ahora.
—¿Sabías que hay un musical del Mago de Oz? —dijo Celeste, intentando ocultar la preocupación en su voz con una conversación trivial.
—Sí, el de los enanitos que cantan con Judy Garland —replicó Martín, distraído.
—No, aparte de ése; se hizo en 1902. El autor del libro escribió el libreto y las canciones, y después el director de Broadway lo tragiversó todo y de repente no tenía nada que ver con nada —la expresión de su amigo se había oscurecido aún más; lo alterado de su tono explotó en una carcajada nerviosa. —Claro que... ¡era 1902! —se encogió de hombros—, los musicales no tenían mucho sentido ni trama entonces. Dorothy y el León estaban de figurita, las verdaderas estrellas eran el Espantapájaros y el Leñador, que los interpretaba un dúo cómico muy importante en el momento...
Cruzaron la calle.
—... Una de las canciones más exitosas se llamaba «Sammy» y para el número llamaban a alguien del público que se sentaba en un palco especial... También había otra que trataba sobre... No había brujas... Un duque de Rusia tomó champagne del zapato de una de las coristas en...
La voz de Celeste fue perdiéndose a medida que sus pasos los acercaban al edificio. Un cartel anunciaba con luces de neón, como si fuera una marquesina: «La Forza». Martín se detuvo un momento ante la fuerza de una idea. Siendo Cito una persona tan teatral, ¿no se habría sentido emocionado cada vez que arribaba a aquel lugar y veía las palabras iluminándose? Cerró los ojos e intentó sentirse embargado por aquella sensación. Nada. Rió con amargura para sus adentros. Por supuesto que nada —aquella no era su pasión, no podía pretender sentir algo. Se cruzó de brazos y acarició las mangas de la campera, en un gesto de disculpas.
—¿Entramos?


2


La sala de ensayo se ubicaba en el segundo piso. El primero —al que se llegaba por unas escalinatas de mármol que comenzaban en la planta baja— lo abarcaba la sala principal: un teatro que no tenía la más mínima pizca de independiente. Un escenario gigantesco; platea alta y baja y una tertulia, pobladas de butacas de aspecto muy cómodo; incluso la alfombra roja que cubría el suelo no lucía demasiadas manchas.
Desde la escalera podía oírse el barullo de la clase —o, mejor dicho, la «pre-clase», como le explicó Celeste. El taller comenzaba a las cinco, pero los chicos se juntaban a las cuatro y media para invadir el lugar —una réplica a mitad de escala que el piso anterior, menos las butacas— y practicar las tareas para el día.
—Por lo general es una canción y una escena —dijo. —Cada semana, unas tres personas presentan algo. El profesor del que te había contado, el que me hizo conocer Los Paraguas, es el que las asigna. Por lo general elige canciones de musicales que nadie conoce, en un esfuerzo constante por enseñar y molestar... cosas que suele confundir.
Dentro, un grupo de personas se reunían en torno a una chica que parecía estar sumida en mitad de una extraña y ruidosa meditación sobre un escenario sólo un poco más pequeño que el del piso inferior.
—Está calentando la voz —le susurró Celeste tras observar, risueña, la expresión perpleja de su amigo.
Detrás de la muchacha había un telón cerrado. Sin que pudiera controlarlo, la imagen de un grupo de coristas irrumpiendo para sacudir sus piernas acudió a su mente. No obstante, nada allí daba la impresión de que algo así fuese a ocurrir. Los chicos no tenían ese aire que caracterizaba a Celeste y había sido la esencia de Cito. Se veían completamente normales, casi como hubieran sido forzados a estar en ese lugar. Su propia presencia allí se le conjuraba menos antinatural que la de ellos.
Lo primero de lo que se percató fue de su ropa. Iban vestidos como si estuviesen esperando a entrar a un boliche, no a una escena. Calzas que no acababan de ser deportivas, exceso de maquillaje, remeras de aspecto costoso. Se dijo que quizá él fuera el zaparrastroso, con su remera suelta y el jogging de gimnasia —pero él era nuevo en todo eso. Celeste, por su parte, lucía tan teatral como siempre. Había adornado su carré con una pluma violeta y su remera se parecía más a un (como la reemplazante) vestido. Sus calzas tenían una selección de colores particularmente chillones y toda ella gritaba energía y pasión desenf(ren)adadas.
Una noción muda se deslizó entre sus pensamientos mientras avanzaban hacia el grupo: se vestían para ser observados y, consecuentemente, juzgados. Su amiga lo sentía un juego absurdo y placentero, y elegía su vestuario acorde a esa idea. El resto temía a ese juicio y se escondía tras su ropa.
Sacudió la cabeza con una risa amarga, ¿desde cuándo filosofaba tanto? ¿Y quién era él para saber qué era lo indicado allí? Era un sapo de otro charco. Quizá esas ideas de rechazo constituían una especie de mecanismo de defensa para hacer frente a su incomodidad. Iba a tener que llevar alguna excusa para invalidar las miradas juiciosas cuando los chicos finalmente se voltearan para verlo.
—Había una vez un cantante de ópera llamado Pepe —recitó entonces la chica sobre el escenario, despertando en seco de su letargo. — Era el más egoísta de toda la compañía; cada vez que cantaba duetos con la soprano, lo hacía tan fuerte y mantenía sus notas por tanto tiempo que nadie oía más que a él.
Celeste se cruzó de brazos y arqueó una ceja.
—¿Te acordás de ella? —le susurró; Martín negó con la cabeza.
—Así que un día la soprano, ¡que tenía un hada madrina!, le pidió que hechizara a Pepe.
—¡Es la chica que nos felicitó en tu casa! —exclamó entonces en voz baja.
—Exacto. La estrellita.
—A la noche siguiente, Pepe cantó más fuerte que nunca y mantuvo su última nota por tanto tiempo que acabó llevándose todos los aplausos.
—Pero esta chica es malísima. Acentúa exageradamente casi cada palabra que dice.
—No hace falta ser bueno para ser una estrellita. Mucho menos en un taller de comedia musical.
El tono era tan despreocupado como siempre, pero de cada palabra rebalsaba ácido. En su cabeza regresó a la noche en que había sido felicitado por la chica que ahora empezaba a cantar —«Eso no es interpretar», leyó de la mente de Celeste— y, concretamente, a la escena de la cocina, tras su performance de A Passage to Bangkok. El ceño (reprobador) fruncido de su amiga comunicaba todo lo que había vomitado sobre los chicos aquella noche.
Una perfección técnica bañaba la canción con algo que se deslizaba en aburrimiento. Martín se encontró preguntándose dónde estaba la pasión en aquella (no) interpretación. Era un vibratto fabuloso, pero no había mucho más detrás: sus movimientos eran mecánicos, pero sospechosamente precisos, como si (pensara) calculara cada uno de los gestos que adosaba a su canto. Se le conjuró la idea de una precisión quirúrgica, pero al mismo tiempo la frase «La operación fue un éxito pero el paciente murió» parecía describir mejor la situación. No obstante, no podía negar que era una buena cantante. Su voz era deliciosa, incluso picaresca, pero no era una actriz. El recitado anterior lo había probado y el torrente de música sin inflexiones que escapaba ahora de su boca —tan intenso y a la vez tan vacuo— lo corroboraba.
La canción terminó y el público explotó en aplausos. Celeste se les sumó con una sonrisa cordial y forzada. Resintiendo el impacto de un codazo en su costado, Martín también la felicitó, observando los ademanes exagerados con los que se acercaban para loar su... ¿actuación? Una chica sacudía la cabeza, murmurando repetidas veces «¡Increíble!», otro chico abría la boca, mudo, con una mano demasiado abierta en el corazón. Kev Steller —con su dichosa bufanda alrededor del cuello a pesar de la calefacción— le dedicó una sonrisa condescendiente y le dio una palmadita en el hombro; antes de que la cantante, perpleja, pudiera atinar a contestar aquel gesto, otra compañera se le acercó para abrazarla y estrujarla.
—¡Espectacular...! —anunció entonces alguien desde la puerta.
Sus zapatos acentuaron lo sarcástico de cada sílaba al descender al espacio donde, un piso más abajo, reposaban las butacas.
—...Si esto fuera un taller de canto y no de musicales —dijo, deteniéndose al pie de la pequeña escalinata y cruzándose de brazos. —No creí posible que alguien pudiera darle menos historia a Johnny One Note, pero supongo que en el fondo uno sabe que nunca puede dejar de sorprenderse.
Celeste dejó escapar una risita y murmuró: «Ese es Gino, el profesor de Los Paraguas», señalando al hombre que, parado muy erguido en mitad de la sala de ensayo, observaba a sus alumnos con una expresión afectada pero indescriptible. Al otro lado del salón, la cara de la chica palpitaba en ira, vergüenza y estupefacción.
—No hay mucho personaje detrás de esa canción, Dios sabe que no habría mucho de eso hasta Oklahoma!, pero por-lo-menos, Carlita, tenés que conectarte con la idea de la canción. Nos estás contando de esto que le pasó a Pepe, el cantante de ópera. Decime, Carlita, cuando vos le contás algo a alguien, ¿no lo hacés interesante, para que ese alguien quiera escucharlo?
—Sí —musitó Carlita, con la vista clavada entre las rendijas de las tablas del escenario.
—Entonces, si lo sabés, ¿por qué no lo hacés? —una pausa de silencio se proyectó por el lugar, rebotando y reverberando con más intensidad ante los gestos impacientes de Gino. —¿Hum?
Era como estar en el aula, pensó Martín: nadie miraba nada ni a nadie, pero todos parecían expectantes e incluso deseosos de saber qué sucedería luego, como relamiéndose ante aquel suculento plato de bochorno público.
—Bueno —sentenció Gino, avanzando hacia los chicos—, parece que tenemos bastante qué trabajar.


domingo, 13 de julio de 2014

musical MENTE — #2




CAPÍTULO  II
El camino de ladrillos amarillos





1


Tras el recreo, el aula del segundo piso volvió a llenarse con parsimonia; un paso apagado, delator del desgano que flotaba en el aire, devolvía allí a los alumnos. Teresa ocupó el asiento vacante junto a Martín y dirigió una mueca desafiante hacia el final del salón, donde Fernando hacía caso omiso de las palabras de Bruno Stecchi y María Vistarini. Blandió en el aire su tomo de «El Maravilloso Mago de Oz» con cierto aire de triunfo —afirmándose como la persona responsable que de ninguna manera reconocía en su amigo cocinero— y volvió la vista al frente.
—¿Viste la película al final? —le preguntó a su compañero de banco mientras acomodaba sus útiles.
—¿Qué? No —dijo Martín, distante.
Tere abrió la boca para replicar una reprimenda en un tono cómicamente autoritario, pero algo en la inflexión de su voz —o en la falta de ella— la obligó a detenerse. Regresó una birome de más a su cartuchera, alejando la incomodidad que las «idas» de su amigo le provocaban. Inconscientemente, comenzó a juguetear con su pelo, formando una burda trenza. Se sentía impotente y culpable cuando la mirada de Martín se perdía más allá de su mundo. Sabía adónde iba y le parecía por demás lógico —pero de todas maneras la aterraba. No se consideraba una religiosa devota u ortodoxa: creía en el Cielo y el Infierno enunciados con mayúsculas, pero pasaba por alto la rigurosidad con la que se medía la entrada al primero; no obstante, sabía reconocer cuándo la mente de Martín se aventuraba en el segundo. ¿Buscaba allí respuestas o acaso a un alma que —imploraba— no estuviera perdida? ¿Se dedicaba a achacarse culpas a medio merecer en aquellos trances de introspección, o simplemente pensaba, como en un ligero vuelo rasante? Se preguntó cuán poderosas debían ser las ráfagas del averno y las de su voluntad para ser capaz de retrotraerse a aquel tétrico estado y luego conseguir salir.
—¡Bueno, ya está! —exclamó una de las Soprano de Coloratura desde el conglomerado de asientos al otro lado del salón, sobresaltándola. —¿Esta mujer piensa venir? —la chica sacudió el brazo, acercándose a la cara el reloj de pulsera que pendía de su muñeca. —Ya pasaron quince minutos, nos podemos ir.
Martín levantó la mirada hacia el pizarrón y sacó su teléfono; asintió en silencio y guardó su carpeta en la mochila. En cuestión de segundos, el débil murmullo que había cubierto el aula se hubo transformado en un domo de ruido que bloquearía cualquier eventual negativa.
Teresa observó atónita el caos de bancos y sillas arrastrándose despreocupados, abrigos y libros recogiéndose con brusca premura, quejas y chillidos de júbilo explotando, ensordecedores, en su oído. Sus dedos temblaron sobre la cubierta de tapa dura mientras una única, suplicante idea (peroyoestudie yoestudie) reverberaba en su (lei es te pu to li bro) cabeza. Dirigió una mirada desesperada hacia atrás, donde Fernando le respondía con una sonrisa, encogiéndose de hombros al ponerse la campera de cuero.
Amanda Grossi, seguida por la secuaz que había hablado, estaba a punto de tocar la manija cuando la puerta se abrió de un tirón. Una mujer ataviada con un maletín y una serie de bolsas hacía malabares para no volcar un vaso térmico de café sobre los dos gruesos volúmenes que le sobresalían de las axilas. Las Sopranos de Coloratura se quedaron frías, sus caras fijas en muecas de algo entre sorpresa y desdén.
La señorita —«Esa no es la profe», Teresa escuchó susurrar a Bruno Stecchi, «¡No puede tener más de diez años que nosotros!»— estaba vestida de la manera más extraña que hubiera visto. Unas calzas rayadas horizontalmente en blanco y negro acababan en stilettos: el izquierdo rojo, el derecho plateado. Su cabello (no rubio) dorado parecía disparar en todas direcciones, endemoniadamente enrulado. Algo indecible, entre una remera larga y un vestido veraniego de principios de siglo pasado, sugería su cuerpo delgado. Se ajustó los guantes de cuero, impecablemente blancos, y luego sus gruesos lentes de marco verde. Detrás de ellos, sus ojos brillaban expectantes —daba la impresión de estar tan sorprendida de verlos a ellos como ellos a ella.
Sin articular aún palabras o explicaciones, depositó sus pertenencias sobre el escritorio y tomó una tiza. Dibujó su nombre en (asquerosamente) perfecta caligrafía y se volteó hacia el curso.
—Soy Ana Baum —anunció con una amplia sonrisa—, Licenciada en Letras y, por lo que resta del año, su profesora reemplazante de Literatura.


2


A regañadientes, todos volvieron a sus asientos. Tras completar el libro de asistencia de profesores que la preceptora había dejado hacía poco más de quince minutos, Ana Baum acomodó todas sus bolsas y procedió a depositar su contenido sobre los bancos de la primera fila.
Frente a Amanda Grossi dejó caer una bandeja de sesos grasienta y chorreante. Los ojos esmeraldas de la lideresa de las Sopranos no alcanzaron a desorbitarse tanto como los de su secuaz, a la que la profesora ahora apuntaba con una daga de delicado diseño. Con una sonrisa, Ana clavó la hoja de metal junto a la carpeta de la chica y volvió a su escritorio.
Con dos nuevas bolsas en mano, avanzó hacia el otro extremo del aula. Sacó de una de ellas una casita de madera para pintar y la ubicó frente a Teresa, que observó el objeto con el ceño fruncido, sin atreverse a tocarlo. Martín miró a la profesora a los ojos, aún «ido», con los brazos cruzados sobre el borde de su banco vacío. Baum le dedicó una expresión dubitativa, entreabriendo la boca para decir algo que no alcanzó a conjurársele. Finalmente asintió y dejó caer una segunda bandeja. Un ¡plop! anunció el aterrizaje: el jugo de sangre chapoteó bajo el film que cubría el corazón de una vaca. El sonido resultó tan repugnante que su compañera sintió su desayuno retorciéndosele dentro del estómago, pero Martín se limitó a parpadear.
—¿Quién puede decirme a qué vienen estos cuatro objetos? —preguntó la mujer, quitándose los guantes.
La clase se miró entre sí. Los ojos sólo querían apartarse de aquel espectáculo que la palabra «morboso» no alcanzaba a definir y, al mismo tiempo, brillaban expectantes. ¿Qué sucederá luego?, parecían exclamar. Las orejas buscaban, atentas y atónitas, una explicación. Todos estaban boquiabiertos, pero mudos.
—Es lo que... —empezó Teresa, luchando contra el temblor que le sacudía la campanilla y las entrañas. —¡Es lo que van a buscar los personajes del Mago de Oz! —escupió a toda velocidad, tapándose inmediatamente la boca para que nada más que palabras se le escapasen de entre los labios.
—¡Exacto! —exclamó Ana, juntando las palmas en un gesto teatral, obsequiando a la clase con una sonrisa retorcida.
—¿A esta mujer la sacaron del loquero? —murmuró María a sus compañeros.
—A mí me cae bien —repuso Fernando, incorporándose en su asiento.
La profesora se volteó para escribir en el pizarrón cuatro palabras: «cerebro», «coraje», «hogar» y «corazón». A continuación, escribió un nombre bajo cada una de ellas: «Espantapájaros», «León Cobarde», «Dorothy» y «Leñador de Hojalata», respectivamente.
—¿Quiénes de acá leyeron el libro? —preguntó. Las manos de Teresa, María y una de las Sopranos fueron las únicas en levantarse. —¿Y quiénes vieron la película? —en esa ocasión la mitad del curso lo hizo, y Ana dejó escapar una risita. —Asumo que los que lo leyeron también debieron verla por el puro placer de quejarse de las diferencias con la novela. ¿Podría alguna señalarlas?
—Los zapatos son rojos en la película y plateados en el libro —aseveró María, regodeándose en ser una de las únicas tres personas autorizadas para hablar en aquel momento.
—¡La gente canta y la bruja mala es verde! —intervino la Soprano.
Ana asintió, cruzándose de brazos. Una nueva corriente de murmullos —distanciada de la réplica al despliegue psicopático del principio de la clase— comenzó a llenar el aula. Todos parecían admirarse de que alguien se hubiera dignado a leer el libro.
—Creo que la idea se tragiversa —dijo entonces Teresa, finalmente libre de los retorcijones.
—Te escucho —replicó la profesora, apoyándose sobre el escritorio con aire triunfal.
—En la película parece que tratan de explotar a Dorothy, embaucándola con una especie de viaje de autodescubrimiento, ya que podría haberse vuelto a Kansas, básicamente, desde el momento en el que se pone los zapatos... rojos —añadió, mirando a la Soprano, que descubrió era la que había propuesto abandonar el salón. —Hay una única bruja «buena», que siempre supo cómo podía hacer para irse. En el libro, cuando llega a Oz nadie sabe cómo hacerlo, emprende el viaje para buscar al Mago porque es la única posibilidad que tiene de volver a casa. En la película, si uno se detiene a analizarlas, las cosas parecen un poco más... turbias.
—¿Parecen? —Ana arqueó una ceja.
—¿Disculpe? —Teresa frunció el ceño.
—En la película, la idea, más que tragiversarse, se evidencia más claramente. La verdadera naturaleza de las cosas, la crudeza en ellas, se deja entrever más fácil.
La profesora se despegó de su escritorio y barrió con la mirada a sus alumnos. La mayoría, si la observaba, lo hacía con ojos vacuos. Sólo la chica frente a la casita de madera tenía la vista endurecida y desafiante de quien posee conocimientos y está dispuesto a defenderlo, con uñas y dientes.
—Chicos, ¿realmente les parece que un cerebro como éste —Ana levantó la bandeja frente a Amanda y, tras enseñarla y sacudirla frente a la clase, volvió a bajarla— le serviría a un espantapájaros? ¿Un corazón —señaló el banco de Martín— bombea sentimientos? El Mago de Oz es un trabajo perfectamente metafórico. Una alegoría, si quisiéramos referenciar a Kafka.
—Me opongo a semejante idea —declaró Teresa, sin acabar de darse cuenta de que se había parado. —En el prólogo, el autor claramente establece que su historia se diferencia de las demás de su época porque se aleja de toda intención de educar moralmente a nadie. Fue escrito pura y exclusivamente para que los chicos la disfrutaran, para darles un placer sin ningún tipo de compromiso social.
La chica enfatizó sus últimas palabras frunciendo el ceño y afirmando las manos sobre su cintura. La profesora rió.
—¿Y no te parece ésa una excusa conveniente? —repuso Ana, volviéndose al resto de la clase. —Y digo «excusa» en el sentido más básico del mundo. Permitime parafrasearte: se escapa de toda situación de eventual compromiso, ¿para qué? Para que a nadie se le ocurra juzgarlo en profundidad.
»¿Por qué le parece que podrían estar leyendo un libro infantil alumnos de quinto año, señorita? El objetivo de sus estudios secundarios es prepararlos mínimamente para la vida. Si no los hago despertar a las verdades implícitas desde ahora, algún día van a chocarse de cara contra el piso y no van a saber de dónde es seguro apoyarse para volver a pararse.
»Este semestre no vamos a «leer» El Mago de Oz, vamos a analizarlo. No alcanza con ver la película, es más, les recomendaría no verla si no quieren arrancarse los ojos o los oídos con esa secuencia de enanitos cantando. Cada clase vamos a focalizar en un capítulo diferente, analizando las implicaciones alegóricas de cada uno. Van a tener que leer entre líneas, rebuscar y escarbar detrás de cada frase que les haga ruido, y si alguna no lo hace, más razón para darla vuelta.
»La literatura es una de las expresiones más puras del psiquismo humano. El inconsciente se presenta a través del lenguaje: de sus fisuras, sus ambigüedades, sus faltas y abundancias de sentido. Los sueños son metáforas en las que lo más profundo de nuestro ser se esconde bajo un disfraz para resultarnos tolerable. El Mago de Oz es una de las piezas principales del folclore estadounidense, estandarte del capitalismo. Y cada capítulo de este libro trata, en cierto sentido, en cierta multiplicidad de sentidos, sobre eso. No es casual que la película, una versión algo más digerible y evidente del libro, sea el epicentro de la cultura popular yanqui. Si quieren descubrir la clave de nuestra sociedad moderna, búsquenla acá dentro.
Blandió entonces el libro, en un gesto similar y a la vez muy diferente del que Teresa había hecho antes de su llegada.
—Nada es lo que parece —sentenció.

Bajo el hechizo de aquella última frase, Fernando abandonó el respaldo de su silla. Acomodándose debidamente en su asiento, se cruzó de brazos y, por primera vez en su vida, frunció el ceño, intrigado.

viernes, 11 de julio de 2014

miércoles, 9 de julio de 2014

musical MENTE 1.4

Cuando llegó a casa el reloj del living marcaba las doce. Su madre ya se había ido a dormir y sobre la mesa lo esperaba General, erguido como un solemne centinela. Su pelaje bicolor destellaba negro y naranja con la luz de la luna que se colaba por el ventanal. Sólo una franja de sus ojos celestes era visible, confiriéndole así una expresión que podía ser de desprecio, superioridad o simplemente sueño. Le dio una palmadita en la cabeza —sólo un matiz más fuerte que «ligeramente», en aquel tono de amor-odio que compartían— y el gato le contestó con un maullido quejumbroso para, con un salto, desaparecer en la oscuridad.
El rumor de las patas sobre la alfombra desapareció al cabo de unos momentos y Martín se quedó quieto en la oscuridad, saboreando el silencio antes de dejarse caer en el sillón. Su mirada se perdió en el vacío del patio, recortado por la mesa que lo separaba del cristal.
Tras un tiempo indecible, suspiró y volvió la vista hacia el equipo de música —y la caja sobre él. La Versión Musical de la Guerra de los Mundos de Jeff Wayne, regalo de cumpleaños póstumo de Cito, le devolvió su reflejo turbado al incorporarse. Con la solemnidad de un ritual, apenas consciente de los movimientos de sus brazos aún agarrotados por los juegos de la tarde, se quitó la bufanda y la campera de polar. Luego, con suma delicadeza, retiró de sus brazos las mangas de la campera blanca de Cito y, tras depositarla en el sofá junto al resto de las prendas, se deshizo de la  remera.
El ventanal estaba cerrado y, sin embargo, la habitación estaba tan fría como el congelador industrial de un frigorífico. Martín observó las capas de abrigo con ojos vacuos, como contemplando los cortes de carne que poblaran semejante congelador. Ni la bufanda ni la campera de polar le resultaban piezas atractivas. Tomó en sus manos la remera y, con un estremecimiento (es la que use esu diay), volvió a dejarla en su lugar. No es lo suficientemente apetitosa, dijo algo dentro de él, y pasó a la última prenda. Sus dedos temblaron antes de poder tocar la campera blanca. Cuando lograron cerrarse sobre ella, se la llevó con violencia a la cara —su nariz hizo entonces lo que su boca no podía. No llegó a sentirse un caníbal devorando el recuerdo de su amigo, sólo quería apropiarse del aroma de la no-canela, del perfume de su desodorante, de esa marca indeleble y terrible, innegable. La suspiró, sus facciones aún cubiertas por la tela, y su cuerpo entero experimentó un estremecimiento que lo calmó y le desprendió una única lágrima.
Con la misma lentitud y minuciosidad con la que se había desvestido, retiró la campera de su rostro y procedió a colocársela sobre su torso desnudo. El temblor intentó regresar y, presionando los párpados, lo invitó a pasar, tomándolo de la mando y dejando entrar de lleno a algo que no podía comprender ni desgranar —sólo sentir, con una cierta consciencia evanescente.
Cerró la puerta del congelador tras de sí, dejando el resto de las prendas abandonadas en el sillón. La sangre en ellas ya se había coagulado, las piezas estaban secas. La campera no obstante, le goteaba una sustancia indecible, pues pertenecía a un muerto.


miércoles, 2 de julio de 2014

Entrevista de Trabajo #2

Tras años de formarse en disciplinas útiles para acompañar y respaldar sus mentiras, la técnica de Roberto se había perfeccionado y, en el camino, había acabado por volverse un adicto. Con ya treinta años, era mitómano.
Sus relatos se habían vuelto más grandes y complejos, mejor producidos e infinitamente más creíbles. Conservaba la silla de ruedas en la que se había movilizado tras el accidente que lo hubo alejado del taller; su frágil cuerpecito aún cabía en ella —aunque a veces un gordo vigoroso también salía de su segundo departamento céntrico. To había hecho de su cuerpo un objeto teatral, maleable como plastilina —y cada momento fuera del hogar constituía para él una escena.
Sus casas eran sencillamente bambalinas de diseñador y la mayor parte de su superficie la ocupaban los (camarines) armarios. Una miríada de papeles cubrían las mesitas de café de sus tantos livings: se trataba de obras de teatro, novelas juveniles, libros sobre negocios, currículums y listas de compras. Y allí, sobre una hoja en blanco viva, Roberto construía lo que el mundo exterior luego conocía. Y pasando la puerta, se desvanecía. Juan, Luis, Pedro, Marcelo o —en una muy divertida ocasión— Luisa tomaban el relevo.
En aquella vida, la mayor diversión se la daban las entrevistas de trabajo. Siempre conseguía los puestos para los que se postulaba, pero jamás los tomaba. Llevaba años viviendo del seguro de vida y herencia de sus padres. Su madre no se había colgado, pero había acabado por volarse la cabeza tras descubrir que su esposo había fallecido en un accidente automovilístico durante uno de sus viajes de trabajo. No hubo hermano mayor para cuidarlo entonces, aunque una parte de él creía que —con un par de detalles más o menos reformulados— la profecía del examen de inglés acabaría por cumplirse.