sábado, 10 de octubre de 2015

Epílogo

Comienza a llover y el aire se congela un par de grados menos. Mis lágrimas se confunden con las gotas de eso que ya no es llovizna. Me pregunto si el clima no estará apiadándose de mi alma —de sus almas, me corrijo instantáneamente, desviando la mirada de las dos lápidas encerradas tras la valla de la familia Maurtir. Hermano y hermana yacerán juntos por toda la eternidad, pienso mientras mis ojos vidriosos suben los escalones hacia el cementerio de animales. Mi cuerpo no atina a moverse, sólo mi mirada quebrada parece tener el poder o la voluntad de irse.
Irse, reverbera mi mente, y me detengo a pensar en (lo indefinido) el infinitivo. En el presente. Y soy repentinamente consciente de que no puedo imaginarme nada de esto depositándose en el pasado ni alcanzo a proyectarlo el futuro, sólo sucediendo. Soy yo, aquí, ahora. Si existe Emms, es porque siento su mano enguantada en cuero acariciando mi espalda. Percibo su escalar hasta mi hombro y bajar por un brazo. Otra mano se dispara al otro brazo y los dedos se cierran como ga(rras)nchos. Puedo sentir sus uñas esmaltadas en rojo a través de varias capas de ropa. Pienso en el rojo y en el Palo Sangriento, en el último, supremo sacrificio que hicieron las tres pérdidas.
Rupert me abraza y el calor de su rostro y sus lágrimas se mezclan con las mías. Por mi boca entreabierta en un sollozo que estrangulo se cola una. No llego a preguntarme de cuál de los dos es, sólo registro lo salado y pienso en sal. Mala suerte y cómo el vocablo sal, fragmentado, mutilado, puede encontrarse en aquella palabra, y en lo que sucedió.
Sucedió que la humanidad puede vivir, que el universo —el Omniverso— sigue vivo. En eso pienso al exhalar un suspiro destructivo. Yo vivo. Ellos no, culpa el eco al moverse finalmente mis pies.
Subo los escalones y la lápida y una multitud de gatos antropomórficos se voltean para verme llegar. Extienden sus garras al pasar yo a su lado. El desfile entre ellos va dibujándome pequeñas líneas rojas que se difuminan con la lluvia en mis brazos. Mi pelo ya está totalmente empapado y no sé si alguna parte de mi cara sigue seca.
Me arrodillo frente al cúmulo de tierra removida y abrazo a la gata que luce un moño negro y un vestido de encaje a juego. Pienso que sus guantes son muy similares a los de Emms y reafirmo mi presa sobre ella. Pompi me pone una mano en el hombro y Flameate me escuda del llanto de las nubes. Pero no evapora mis lágrimas. Soy consciente de ello al inclinarme sobre la tierra.
Apoyo una mano sobre el montículo y se dispara sobre mi mente el final de Carrie. Imagino su garra saliendo de entre mugre y humus, aferrándose a mí, tirando hacia abajo. Me veo despertando a los gritos en una culpa neurótica y me regodeo en esa perspectiva. Si aquello sucediera significaría que la tabla de mármol con dos imposibles fechas escritas no sería real. Pero lo es, asevero al afirmarme sobre mi rodilla.
Una decena de ojos se posa sobre mí al incorporarme y sacar algo del bolsillo. Los chicos ya están allí. Los jóvenes Katyrs. Los Agentes Adorables. Esteban Testino se yergue sobre la lápida de Leki the Cat y deja sobre su amigo, su acompañante de aventuras, su todo, una goma de borrar con la que jugar por toda la eternidad.


miércoles, 4 de marzo de 2015

De cómo me casé con Fer Demue



Fue en un Bar de Simon de una avenida principal. La avenida principal. Su avenida, en cuestión. Era la hora de la merienda, ese momento del día en que los que trabajamos desde las nueve salimos a respirar aire fresco y libre y, si es miércoles y nuestros trabajos dan sobre el canal teatral, tenemos la posibilidad de cruzarnos con una celebridad o dos.
Di mi suspiro más fuerte y acabé empañando la pantalla de mi celular. Una evanescente veta blancuzca cubrió el reloj sobre las cinco y cuarto. Según mis cálculos sólidamente comprobados, Fer Demue entraría en cualquier momento entre ahora mismo y las y veinte, pediría un frapuccino mocca para llevar y, mientras esperaba, se sentaría unos momentos para degustar una galletita de limón. Una tercera parte de ella, más bien. Fer Demue, peligrosamente cerca de sus treinta —pero conservando aún el sex appeal que había dejado pasmada a la mitad de la población femenina del país y alrededores con el flash de sus abdominales en una corta pero inolvidable escena de su primer película—, separaría las tapas de su tentempié y procedería a lamer el relleno en un acto entre barbárico, infantil y sexual. Todo ello, desde la seguridad y privacidad de un box oculto tras una columna al fondo del local. Cualquier chica que lo hubiera visto se imaginaría cómo algo más que meras tapas se separaban y su interior era invadido por un investigador húmedo, voraz y rosáceo. Pero no yo. Yo sabía que a Fer Demue no le gustaban las hendiduras profundas, sino más bien las protuberancias obelísticas.
De manera que esperé, con mis dedos tamborileando sobre el teléfono y la mesa del box contiguo al de la columna, removiéndome en la inquietante comodidad de mi asiento. La mano libre se deslizaba arriba y abajo sobre la botella abierta de PanaCEA Cherry, en un gesto irónico del que mi mente hacía caso omiso. Mi mirada alternaba entre la puerta y un papelito cuidadosamente doblado y encajado entre apuntes de la facultad. Del doblez sobresalía un pequeño espacio en el que cabía un autógrafo o, quizá, una firma.
En algún momento de mi plan —esbozado a la edad de quince, trazado a los dieciséis y ejecutado ahora, a mis veinte— se me había ocurrido la posibilidad de trabajar en este local en particular del Bar de Simon, pero aquella idea tenía una mella básica: había al menos cuarenta locales distribuidos por toda la ciudad y cada semana se asignaba a un empleado un horario y sucursal distintos —las posibilidades de encontrarlo se volvían nulas o, en todo caso, imprevisibles. Además, tendría que ser su moza, no podía ser la chica que se ocupaba del café. Y aquello también era rotativo. No, tenía que poder dominar la situación.
De repente la puerta esmerilada del frente se abrió y una campanilla y los vibrantes colores del lugar lo recibieron. Fer Demue cruzó la sección poblada por las banquetas que caracterizaban al local —mesas constituidas por juegos de Simon Says, que brindaban diversión y la posibilidad de obtener descuentos— y se acercó a la caja.
—Un frapuccino mocca para llevar y una galletita de limón mientras tanto —dijimos al unísono, coronando la frase con sonrisas gemelas que torcían la boca hacia arriba y agraciaban el rostro en un gesto afable y casi cansado.
El actor dormitaba hasta pasado el mediodía y de ahí visitaba el gimnasio durante unas dos horas —una hora entre aeróbicos en máquinas y otra entre cuerpos—, para luego darse una ducha que los martes y jueves solía ser en compañía. Luego regresaba a su penthouse a cambiarse y volver a asearse y, tras unos cuantos ejercicios vocales —los bucales ya los había dejado en el vestuario de hombres—, salía para el trabajo. Y llegaba aquí de camino al teatro donde de miércoles a domingo protagonizaba un musical basado en la película La Noche del 16 de Enero.
Y estaba llegando ahora hacia la mesa de junto. El poco conocimiento que había adquirido en una clase de Psicología de su último año de secundaria reingresó a mi mente al interceptar la mirada que Fer le dirigía a la galletita de limón. Retazos de clases del profesor Gentile me explicaban cómo aquel acto tan aparentemente nimio era en cambio el pilar de toda su psique: cómo aquel ritual de comerse la galletita sin realmente comérsela era un juego lingüístico y mental que le validaba y permitía perpetrar su sexualidad encubierta. Todos los factores mentales estaban puestos en juego, incluso la coincidencia de lo lingüístico y lo lingual. Era un caso de libro. Freud se hubiera dado una panzada con esa representación tan clara y vulgar de un cunnilingus que le quitaba el cargo de consciencia psicosociosexual por las fellatios a cometidas y a cometer —haciendo énfasis en el «comer» atravesado en aquel último vocablo.
En un gesto más impaciente que simbólico, lo abordé antes de que pudiera separar las tapas.
—Disculpame, te deben decir esto todo el tiempo, pero… —balbuceé entre sonrisas burbujeantes, mis mejillas encendidas y mis ojos jugando a buscar y evitar su contacto— ¿me firmarías un autógrafo?
Su rostro se turbó por cosa de medio segundo para luego volver a esa expresión afable y cansada. Me descubrí pensando que, más que cansina, era cariñosa. Entornaba un poco los ojos y sus cachetes se abultaban. Me dio tanta ternura que estuve a punto de arrepentirme, pero entonces un mensaje vibró en mi bolsillo, demandándome fortaleza. Lara estaba avisando que entraba al local, con una carpeta de muy interesante contenido bajo el brazo.
—Nunca dejo pasar un halago. Es un placer —replicó Fer Demue, haciendo a un lado el envoltorio con la galletita aún intacta—. ¿Cómo te llamás?
—Ana, pero me dicen Nita —repuse, revolviendo entre mis papeles, «en busca» de alguno para entregarle.
La mueca del hombre se ensanchaba a medida que mi aparente desesperación crecía. Finalmente, con cierta teatral vergüenza y encogiéndome de hombros, le extendí el papel doblado.
—Poné sólo tu nombre —le pedí, sacudiendo ligeramente la cabeza al compás del tono más casual que pude articular. Tenía preparada toda una ingeniosa explicación para aquello, pero mi corazón se había acelerado de tal manera al verlo tomar el documento que la idea desapareció. El plan urdido a lo largo de media vida estaba finalmente en ejecución. A sólo una firma de distancia.
La mano de Lara se deslizó por mi espalda hacia los hombros y contuve un gritito, pero no una exhalación. Fer levantó la mirada unos momentos y sonrió a la chica recién llegada antes de volver al papel. Que no lo lea, que no lo lea, que no lo lea, murmuraba para mis adentros, y mi amiga volvió a acariciarme, intentando fútilmente calmarme. No volvería a respirar hasta que me entregara aquel miserable papelito y, con él, toda su vida.

***

Fer Demue me entregó la hoja doblada con una sonrisa y, saboreando mi nueva cuenta bancaria y la prospectiva aunque inútil visión de su cuerpo desnudo en mi cama, exclamé:
—¡Acepto!
Su expresión de ternura cansina se espabiló de un golpe. Abrió mucho los ojos y se incorporó sobre su asiento.
—¿Qué?
Con un limpio movimiento de la muñeca cuidadosamente ensayado, desdoblé el papel, revelando así un expediente de matrimonio con todos nuestros datos y, ahora, también nuestras firmas. Sus ojos recorrieron el documento, desorbitados. A un mundo de distancia, la chica del café anunciaba que su frapuccino mocca estaba listo. Fer amagó a levantarse, pero Lara lo bajó a su asiento con la sola firmeza de su voz.
—¿Invitamos a Ro Klein de testigo al civil? —le sonrió, enseñándole el contenido de la carpeta. Por fortuna, aquel sector no estaba espejado; de otra manera, habría que haber pagado la terapia de todos los infantes del local. Lara era una fotógrafa profesional y, si borroneaba un poco los rostros, podría hacer enloquecer a unos cuantos cientos de personas con aquellos retratos en su próxima exposición. Claro que, si Fer accedía, los negativos se guardarían bajo llave y él mismo tendría el gusto de romper o atesorar el contenido de la carpeta.
—¿Quién los mandó? —resopló tras unos momentos. Sus irises grises temblaban dilatados en sendas lagunas blancas que no tardarían en rajarse en mil puntos de fuga rojos. No estaba preparada para esa pregunta. Esperaba un exabrupto, un muy lógico y racional exabrupto, que sofocaría dando vuelta a la página y mostrando una foto condicionada de las condiciones en que se bañaba. Sus palabras me tomaron por sorpresa, pero mi corazón galopaba demasiado rápido como para que algo así pudiera frenarme. Muy bien, que supiera la razón.
—La conjunción de un local abandonado en la Galería Puente Sur y tu abultada billetera —repliqué con una sonrisa de satisfacción.


Ro Klein fue, en efecto, testigo. Lara ofició como la mía y las sillas extra las ocuparon familiares desconcertados. No se consumó el matrimonio. Aunque dadas las circunstancias podía haberlo obligado a realizar el acto de la galletita en términos reales y no psíquicamente metafóricos, decidí dejar la puerta abierta para que su protuberancia obelística favorita pudiera consolarlo mientras me daba un chapuzón en la pileta olímpica que bordeaba la terraza del penthouse.
Cuando regresé a la habitación, Ro Klein se había marchado y un condón usado reposaba sobre un colchón de papel higiénico en el tacho junto al inodoro. Una única toalla colgaba del tubo de la cortina. Una segunda la acompañó tras darme una ducha. Cuando salí del baño, mi bikini había dado paso a un camisón vaporoso que caía en dos cortinas translúcidas desde las tazas del corpiño.
En la cama yacía mi desdichado consorte, sus angulosas facciones surcadas por ríos secos y salados. Un par de mocos secos espiaban el lujoso cuarto fuera de sus fosas nasales —el ventanal que cubría toda una pared, el pulcro alfombrado del suelo, El beso de Klimt sobre la cabecera de la cama haciendo caso omiso del escándalo de El grito en el otro extremo. Y entre tanta pompa, Fer Demue, hecho un ovillo apenas cubierto por el edredón que monopolizaba, constituía una imagen tan triste que mis manos no pudieron contenerse. Deslicé mis dedos sobre su rostro y sus ojos inyectados en sangre se abrieron con violencia. Su mano salió disparada a interceptar la mía y supe al instante que había llorado durante la sodomía y que, si no temiera por la publicidad de su disfrute de la carnalidad trasera, me habría roto la muñeca allí mismo. Se limitó a sostener mi mirada con una rabia que lo obligaría a volver a deshacerse en lágrimas de un momento a otro.
Arrojé mis brazos alrededor de su cuerpo desnudo y nuestros estómagos se tocaron. El contacto quemó por unos momentos y la tenaza sobre mi muñeca desapareció. Su pecho tembló y los canales superaron su sequía. Mis mejillas se empaparon y acerqué mi rostro al suyo. Estábamos a una respiración de un beso, pero su expresión era demasiado suplicante, demasiado torturada. Estaba frente a una fantasía de los catorce años, frustrada a los dieciocho, y sólo podía pensar en la galletita de limón y en Gentile. Y ahora en la consciencia psicosociosexual. Mi propia consciencia psicosociosexual. No podía hacerle eso.
Suspiré y me deslicé a su lado, mitigando un sollozo que no sentía justo emitir.
—¿Te puedo hacer un masaje? —me descubrí diciendo.
Volteó su rostro enrojecido y me enfrenté a un pozo de emoción cruda. «¿Importa mi permiso?», despotricaba en silencio, y respondí con una mueca que desvió mi mirada hacia las sábanas con las que me había cubierto. No me sentía avergonzada ni realmente arrepentida, era un muy normal remordimiento lo que me recorría. Nunca me había detenido a calcular sus pérdidas, sólo mis ganancias. De repente tener su cuerpo en mi cama no se sentía un tan importante beneficio. Me cubrí ante el impacto de un escalofrío. No, se sentía más bien una acusación, aunque quizá…
—Un masaje a cambio de que me digas qué hay en la Galería Puente Sur.
Nuestros ojos volvieron a encontrarse y vislumbré una suerte de perplejidad casi no rencorosa en los suyos. Asentí y me dio la espalda. Mi mirada bajó hasta donde el tatuaje de una alas que había disparado una alerta femenina internacional se confundía con la entrada a ese lugar que Ro Klein había visitado hacía apenas unas horas. Al girarme hacia él me di cuenta de que estaba moviéndome sobre el sudor de su amante y por unos momentos quedé atontada. Entonces Fer Demue ladeó su cabeza en un gesto doloroso y deslicé mis manos por sus omóplatos. El contacto era cálido y Ro Klein volvió a mi cabeza. Pensé en cabezas y en galletitas de limón y sacudí mi cabellera aún húmeda antes de que la ilación llegara a Gentile.
—Discos —musité—. Discos y ballet.
Mis dedos descendieron por sus brazos torneados por la hora de gimnasio diario y actividad escénica —Klein no tenía jurisdicción allí. Lentamente fui inclinándome sobre él hasta apoyar el mentón sobre sus clavículas temblorosas. Una idea titiló y murió antes de hacerse plenamente consciente, pero capté su raíz antes de continuar. Estaba cometiendo una suerte de violación.
—El dueño murió hace siete años y todos los discos que tenía en el negocio quedaron inmovilizados adentro. Hacía compra y venta, usados o nuevos. A los trece quería comprarme el DVD de tu película, pero mi mamá no quería tener semejante barbaridad entre mis películas de Disney y sus discos de Mozart y Tchaikovsky. Era una muy prestigiosa colección. La suya, claro. ¿Lo estoy haciendo bien?
Fer asintió y mis manos subieron hacia su cuello. Sentí como se le erizaban los pelos de la nuca al recorrerlos y, taciturna, perdí contacto de mis dedos. La escena que me devolvía nuestro reflejo en el ventanal —nuestras siluetas recortadas sobre el débil centelleo de una ciudad adormilada— era demasiado irreal, pero mis palabras, no obstante, seguían fluyendo, anclándonos.
—Por esos momentos yo hacía danza clásica. Empecé a los cinco y dejé a los quince, por un esguince que devengó en chau ligamentos y chau ballet. Pero a los doce estaba en la prima de mi viaje, de mi talento. Escuchaba el Lago de los Cisnes todos los días, improvisando una rutina un día y puliéndola al siguiente. Llegué a dar conciertos familiares en más de una ocasión. Era la prima ballerina del living y mis pirouttes la envidia de mis primas más grandes, agrias y amargadas de la envidia ya a los dieciocho. La cuestión es que esos discos los escuchaba yo mucho más que mi mamá, de manera que mi cabeza desquiciada por el golpe hormonal debió hacer unos cálculos extraños y suponer que, de facto, eran míos.
—Los vendiste para comprar mi película.
—Exacto.
Fer Demue se dio la vuelta y tomó mis manos. La perplejidad que había poblado sus ojos había dado paso a algo más parecido a una acusación atónita: «¿te casaste conmigo para recuperar unos discos?».

***

Mamá murió a dos meses de mis quinces. Tuvo la gentileza de hacerlo después, un último gesto maternal que compensaba gran parte de las atrocidades que había cometido a lo largo de todos esos años. En su lecho de muerte, celebrado en una habitación compartida con una señora horrible y quejumbrosa, me juró que estaba todo bien entre nosotras y que se marchaba feliz, pero yo sabía que no era así. Sabía que jamás me había perdonado haberle vendido a sus hijitos, a su preciosa colección de casettes, vinilos y CDs por una película que carecía de trama. Me había odiado desde el momento en que se hubo enterado hasta en el que cerró por última vez los ojos. Tenía sus razones.
La colección de música clásica que yo vendí por el precio de un DVD estreno había sido amasada a lo largo de toda su vida. Eran ediciones importadas, carísimas y extremadamente raras. El dueño de la disquería lo supo con sólo mirar las tapas, y accedió a canjearlos por una miserable película. Chopin, Mozart, Verdi, Wagner, todos se fueron. Todos menos Tchaickovsky, en ello residía gran parte del rencor de mi madre. Au contraire del relato que deslicé sobre la espalda de Fer Demue, no había sido una apropiación de facto lo que me había llevado a vender sus discos. La apropiación había recaído sólo sobre el Lago de los Cisnes y me había hecho conservarlo. Lo demás era la Porquería de Mamá, cosas aburridas que ni ella escuchaba. No puedo asegurar que hubiera sido personal, pero sí que veía así. No existía otra manera de verlo para la propietaria de las Porquerías.
Todo eso era ignorado por la mirada acusatoria del hombre desnudo en mi cama, que podría haber sido fácilmente puesto al tanto. Era cuestión de ampliar un poco el relato y explicarle que no lo había obligado a casarse conmigo sólo para «recuperar unos discos», sino más bien saldar una cuenta a la par con la que él mismo se enfrentaba comiendo la galletita de limón mientras esperaba su frapuccino mocca. Pero no lo hice. No le dije todo lo que esos discos representaban, no porque no fuera su asunto, sino porque merecía odiarme. No merecía llorar mientras recibía su fellatio a cambio del cunnilingus a un relleno de limón, tenía todo el derecho de gritar de placer al ser montado con alegría y reír si no le dolía mucho.
—Sí —repliqué, sujetándole el rostro y acercándome para saborear sus labios y los surcos salados a los lados.
Era un gesto burdo y sucio, pero eso estaba bien —incluso en consonancia con la idea que había sofocado. Eso le haría bien, y quería que se sintiera bien. A pesar de haberlo embaucado y condenado, quería lo mejor para él. De hecho, el casarse conmigo lo había ayudado bastante a subir su reputación entre las revistas del corazón. Ahora mismo daban un maratón de los episodios en los que había participado de una telenovela barata y hasta habían sacado una reedición en Bluray de dos discos de su bendita película. Reí por dentro ante una idea que se colaba entre las portadas con nuestras fotos en el civil e iglesia: «debería agradecerme».
—Me das asco.
—Me parece bien. Vos me excitás.
Mis palabras no tenían contenido, pero era lo que Fer Demue necesitaba oír. Al día siguiente, Lara diría que me merecía un abrazo y que me comiera la galletita, pero mi amiga no estaba allí. Y en cosa de un minuto, tampoco mi marido. La protuberancia obelística danzó muerta y ofuscada a lo largo de la habitación, desapareciendo tras un portazo.
Suspiré e inspiré el aire enviciado por el olor que la sodomía había desprendido de Fer Demue y Ro Klein. Consideré la posibilidad de cambiar las sábanas, pero acabé considerando que, a menos que lo drogara, aquello sería lo más cerca que estaría a consumar mi matrimonio. La idea llevó a preguntarme si en algún momento había tenido la intención de hacerlo y, pronto, me descubrí pensando en el torso de Fer Demue y en la película. La cama que ya no compartía y la partida de mi marido encarrilaron con la cama del hospital y la pérdida de mi madre.
 Parpadeé con fiereza, obligando a que las imágenes cambiaran en mi cabeza, que se reprodujeran sólo aquellos cuadros que protagonizaba la figura que dormitaba en la habitación de huéspedes al otro lado del pasillo. Podía concentrarme en mi yo de trece y que así las hormonas de una mocosa terca y quisquillosa me hicieran odiarme y maravillarme de mi misma.

Pasados unos instantes, lo conseguí. Dormí sonriente.