Fernando
empaquetó la cena hacia las ocho y media. Sus amigos habían terminado de
acomodar la casa y guardar todo en sus mochilas hacía diez minutos y, habiéndose
evaporado el copetín un largo tiempo atrás, se ocupaban de devorar los
ingredientes sobrantes.
—¡Estamos! —anunció el cocinero, tomando las
llaves de la casa. —Cada uno agarre su mochila y una bolsa de basura y vamos
yendo para la parada.
Fuera, el sueño de una tarde de verano había
dado paso a un crudo anochecer de invierno. El viento helado les cortaba la
piel y ni todo el exhibicionismo del mundo le habría permitido a Fernando
permanecer en la sunga con la que había salido al pueblo horas antes. Cubiertos
bajo tres capas de abrigo, dirigieron una última mirada nostálgica a la pileta
antes de atravesar el jardín delantero y salir a la calle.
Pasado el portón, Teresa buscó su billetera
para comenzar a contar el dinero de los pasajes mientras Martín tiraba la
basura. Tras unos momentos de revolver el contenido con progresivo nerviosismo,
notó que había (ademas) un segundo faltante.
—¡Pará, no cerrés! —chilló antes de que su
amigo hubiera siquiera alcanzado a ubicar sus llaves. —¡Me olvidé el libro y la
billetera adentro!
—¿Para qué trajiste un libro? —resopló Fer.
—Porque todavía me quedan dos capítulos y
mañana tenemos Lengua; se suponía que lo teníamos que tener leído para la
primera clase del segundo cuatrimestre —el chico se mantuvo impasible y Teresa
sintió un acceso de rabia. —¡No me digas que ni siquiera lo compraste!
—Puedo ver la película de Judy Garland
—repuso Fernando, encogiéndose de hombros—, no hagás tanto escándalo.
—Esa película no tiene nada que ver con el
libro. Además, te quiero ver soportando esa secuencia de enanitos cantando sin
arrancarte los ojos ni el expansor.
—¡Dejen de boludear y entrá a buscar tus
cosas que nos vamos a perder el colectivo! —explotó entonces Martín,
sacudiéndose de las manos algo que se había escapado de un agujero en las
bolsas.
Teresa murmuró algo y entró corriendo a la
casa mientras su amigo se limpiaba los dedos en un arbusto.
—¿Y vos lo leíste?
—¿Cuándo nos juntamos a verla?
Entre risas, chocaron los cinco.