jueves, 4 de septiembre de 2014

musical-MENTE #3

  
CAPÍTULO III
Johnny One-Note




1


—¿Que hizo qué? —exclamó Celeste entre risas. —¡No te creo!
—Es posta —dijo Martín, encogiéndose de hombros y sacudiendo su cara sonriente. —Trajo bandejas de seso y corazón. Y apuntó a una chica con una especie de... ¡daga!
—¿Y esa mujer es profesora?
—Es reemplazante.
—¡Por supuesto, si todas las reemplazantes están locas!
—¡Amén!
Dejaron escapar sendas carcajadas y se miraron con un aire de complicidad, recordando las locuras que habían presenciado frente a educadores temporales. La imagen de una docente de inglés sugiriéndole arrancar las páginas de los libros —«¡Porque son suyos!», había alegado— acudió a la mente de Martín, pero no llegó a comunicársela a su amiga. Una fina capa de silencio se había deslizado entre ellos y acababa de engrosarse con violencia.
Celeste sintió una brisa fría que poco tenía que ver con el crudo clima invernal. Observó por el rabillo del ojo a su amigo y constató que su expresión se había paralizado. No la sorprendía: acababan de doblar la esquina y sólo dos cuadras los separaban de La Forza ahora.
—¿Sabías que hay un musical del Mago de Oz? —dijo Celeste, intentando ocultar la preocupación en su voz con una conversación trivial.
—Sí, el de los enanitos que cantan con Judy Garland —replicó Martín, distraído.
—No, aparte de ése; se hizo en 1902. El autor del libro escribió el libreto y las canciones, y después el director de Broadway lo tragiversó todo y de repente no tenía nada que ver con nada —la expresión de su amigo se había oscurecido aún más; lo alterado de su tono explotó en una carcajada nerviosa. —Claro que... ¡era 1902! —se encogió de hombros—, los musicales no tenían mucho sentido ni trama entonces. Dorothy y el León estaban de figurita, las verdaderas estrellas eran el Espantapájaros y el Leñador, que los interpretaba un dúo cómico muy importante en el momento...
Cruzaron la calle.
—... Una de las canciones más exitosas se llamaba «Sammy» y para el número llamaban a alguien del público que se sentaba en un palco especial... También había otra que trataba sobre... No había brujas... Un duque de Rusia tomó champagne del zapato de una de las coristas en...
La voz de Celeste fue perdiéndose a medida que sus pasos los acercaban al edificio. Un cartel anunciaba con luces de neón, como si fuera una marquesina: «La Forza». Martín se detuvo un momento ante la fuerza de una idea. Siendo Cito una persona tan teatral, ¿no se habría sentido emocionado cada vez que arribaba a aquel lugar y veía las palabras iluminándose? Cerró los ojos e intentó sentirse embargado por aquella sensación. Nada. Rió con amargura para sus adentros. Por supuesto que nada —aquella no era su pasión, no podía pretender sentir algo. Se cruzó de brazos y acarició las mangas de la campera, en un gesto de disculpas.
—¿Entramos?


2


La sala de ensayo se ubicaba en el segundo piso. El primero —al que se llegaba por unas escalinatas de mármol que comenzaban en la planta baja— lo abarcaba la sala principal: un teatro que no tenía la más mínima pizca de independiente. Un escenario gigantesco; platea alta y baja y una tertulia, pobladas de butacas de aspecto muy cómodo; incluso la alfombra roja que cubría el suelo no lucía demasiadas manchas.
Desde la escalera podía oírse el barullo de la clase —o, mejor dicho, la «pre-clase», como le explicó Celeste. El taller comenzaba a las cinco, pero los chicos se juntaban a las cuatro y media para invadir el lugar —una réplica a mitad de escala que el piso anterior, menos las butacas— y practicar las tareas para el día.
—Por lo general es una canción y una escena —dijo. —Cada semana, unas tres personas presentan algo. El profesor del que te había contado, el que me hizo conocer Los Paraguas, es el que las asigna. Por lo general elige canciones de musicales que nadie conoce, en un esfuerzo constante por enseñar y molestar... cosas que suele confundir.
Dentro, un grupo de personas se reunían en torno a una chica que parecía estar sumida en mitad de una extraña y ruidosa meditación sobre un escenario sólo un poco más pequeño que el del piso inferior.
—Está calentando la voz —le susurró Celeste tras observar, risueña, la expresión perpleja de su amigo.
Detrás de la muchacha había un telón cerrado. Sin que pudiera controlarlo, la imagen de un grupo de coristas irrumpiendo para sacudir sus piernas acudió a su mente. No obstante, nada allí daba la impresión de que algo así fuese a ocurrir. Los chicos no tenían ese aire que caracterizaba a Celeste y había sido la esencia de Cito. Se veían completamente normales, casi como hubieran sido forzados a estar en ese lugar. Su propia presencia allí se le conjuraba menos antinatural que la de ellos.
Lo primero de lo que se percató fue de su ropa. Iban vestidos como si estuviesen esperando a entrar a un boliche, no a una escena. Calzas que no acababan de ser deportivas, exceso de maquillaje, remeras de aspecto costoso. Se dijo que quizá él fuera el zaparrastroso, con su remera suelta y el jogging de gimnasia —pero él era nuevo en todo eso. Celeste, por su parte, lucía tan teatral como siempre. Había adornado su carré con una pluma violeta y su remera se parecía más a un (como la reemplazante) vestido. Sus calzas tenían una selección de colores particularmente chillones y toda ella gritaba energía y pasión desenf(ren)adadas.
Una noción muda se deslizó entre sus pensamientos mientras avanzaban hacia el grupo: se vestían para ser observados y, consecuentemente, juzgados. Su amiga lo sentía un juego absurdo y placentero, y elegía su vestuario acorde a esa idea. El resto temía a ese juicio y se escondía tras su ropa.
Sacudió la cabeza con una risa amarga, ¿desde cuándo filosofaba tanto? ¿Y quién era él para saber qué era lo indicado allí? Era un sapo de otro charco. Quizá esas ideas de rechazo constituían una especie de mecanismo de defensa para hacer frente a su incomodidad. Iba a tener que llevar alguna excusa para invalidar las miradas juiciosas cuando los chicos finalmente se voltearan para verlo.
—Había una vez un cantante de ópera llamado Pepe —recitó entonces la chica sobre el escenario, despertando en seco de su letargo. — Era el más egoísta de toda la compañía; cada vez que cantaba duetos con la soprano, lo hacía tan fuerte y mantenía sus notas por tanto tiempo que nadie oía más que a él.
Celeste se cruzó de brazos y arqueó una ceja.
—¿Te acordás de ella? —le susurró; Martín negó con la cabeza.
—Así que un día la soprano, ¡que tenía un hada madrina!, le pidió que hechizara a Pepe.
—¡Es la chica que nos felicitó en tu casa! —exclamó entonces en voz baja.
—Exacto. La estrellita.
—A la noche siguiente, Pepe cantó más fuerte que nunca y mantuvo su última nota por tanto tiempo que acabó llevándose todos los aplausos.
—Pero esta chica es malísima. Acentúa exageradamente casi cada palabra que dice.
—No hace falta ser bueno para ser una estrellita. Mucho menos en un taller de comedia musical.
El tono era tan despreocupado como siempre, pero de cada palabra rebalsaba ácido. En su cabeza regresó a la noche en que había sido felicitado por la chica que ahora empezaba a cantar —«Eso no es interpretar», leyó de la mente de Celeste— y, concretamente, a la escena de la cocina, tras su performance de A Passage to Bangkok. El ceño (reprobador) fruncido de su amiga comunicaba todo lo que había vomitado sobre los chicos aquella noche.
Una perfección técnica bañaba la canción con algo que se deslizaba en aburrimiento. Martín se encontró preguntándose dónde estaba la pasión en aquella (no) interpretación. Era un vibratto fabuloso, pero no había mucho más detrás: sus movimientos eran mecánicos, pero sospechosamente precisos, como si (pensara) calculara cada uno de los gestos que adosaba a su canto. Se le conjuró la idea de una precisión quirúrgica, pero al mismo tiempo la frase «La operación fue un éxito pero el paciente murió» parecía describir mejor la situación. No obstante, no podía negar que era una buena cantante. Su voz era deliciosa, incluso picaresca, pero no era una actriz. El recitado anterior lo había probado y el torrente de música sin inflexiones que escapaba ahora de su boca —tan intenso y a la vez tan vacuo— lo corroboraba.
La canción terminó y el público explotó en aplausos. Celeste se les sumó con una sonrisa cordial y forzada. Resintiendo el impacto de un codazo en su costado, Martín también la felicitó, observando los ademanes exagerados con los que se acercaban para loar su... ¿actuación? Una chica sacudía la cabeza, murmurando repetidas veces «¡Increíble!», otro chico abría la boca, mudo, con una mano demasiado abierta en el corazón. Kev Steller —con su dichosa bufanda alrededor del cuello a pesar de la calefacción— le dedicó una sonrisa condescendiente y le dio una palmadita en el hombro; antes de que la cantante, perpleja, pudiera atinar a contestar aquel gesto, otra compañera se le acercó para abrazarla y estrujarla.
—¡Espectacular...! —anunció entonces alguien desde la puerta.
Sus zapatos acentuaron lo sarcástico de cada sílaba al descender al espacio donde, un piso más abajo, reposaban las butacas.
—...Si esto fuera un taller de canto y no de musicales —dijo, deteniéndose al pie de la pequeña escalinata y cruzándose de brazos. —No creí posible que alguien pudiera darle menos historia a Johnny One Note, pero supongo que en el fondo uno sabe que nunca puede dejar de sorprenderse.
Celeste dejó escapar una risita y murmuró: «Ese es Gino, el profesor de Los Paraguas», señalando al hombre que, parado muy erguido en mitad de la sala de ensayo, observaba a sus alumnos con una expresión afectada pero indescriptible. Al otro lado del salón, la cara de la chica palpitaba en ira, vergüenza y estupefacción.
—No hay mucho personaje detrás de esa canción, Dios sabe que no habría mucho de eso hasta Oklahoma!, pero por-lo-menos, Carlita, tenés que conectarte con la idea de la canción. Nos estás contando de esto que le pasó a Pepe, el cantante de ópera. Decime, Carlita, cuando vos le contás algo a alguien, ¿no lo hacés interesante, para que ese alguien quiera escucharlo?
—Sí —musitó Carlita, con la vista clavada entre las rendijas de las tablas del escenario.
—Entonces, si lo sabés, ¿por qué no lo hacés? —una pausa de silencio se proyectó por el lugar, rebotando y reverberando con más intensidad ante los gestos impacientes de Gino. —¿Hum?
Era como estar en el aula, pensó Martín: nadie miraba nada ni a nadie, pero todos parecían expectantes e incluso deseosos de saber qué sucedería luego, como relamiéndose ante aquel suculento plato de bochorno público.
—Bueno —sentenció Gino, avanzando hacia los chicos—, parece que tenemos bastante qué trabajar.


domingo, 13 de julio de 2014

musical MENTE — #2




CAPÍTULO  II
El camino de ladrillos amarillos





1


Tras el recreo, el aula del segundo piso volvió a llenarse con parsimonia; un paso apagado, delator del desgano que flotaba en el aire, devolvía allí a los alumnos. Teresa ocupó el asiento vacante junto a Martín y dirigió una mueca desafiante hacia el final del salón, donde Fernando hacía caso omiso de las palabras de Bruno Stecchi y María Vistarini. Blandió en el aire su tomo de «El Maravilloso Mago de Oz» con cierto aire de triunfo —afirmándose como la persona responsable que de ninguna manera reconocía en su amigo cocinero— y volvió la vista al frente.
—¿Viste la película al final? —le preguntó a su compañero de banco mientras acomodaba sus útiles.
—¿Qué? No —dijo Martín, distante.
Tere abrió la boca para replicar una reprimenda en un tono cómicamente autoritario, pero algo en la inflexión de su voz —o en la falta de ella— la obligó a detenerse. Regresó una birome de más a su cartuchera, alejando la incomodidad que las «idas» de su amigo le provocaban. Inconscientemente, comenzó a juguetear con su pelo, formando una burda trenza. Se sentía impotente y culpable cuando la mirada de Martín se perdía más allá de su mundo. Sabía adónde iba y le parecía por demás lógico —pero de todas maneras la aterraba. No se consideraba una religiosa devota u ortodoxa: creía en el Cielo y el Infierno enunciados con mayúsculas, pero pasaba por alto la rigurosidad con la que se medía la entrada al primero; no obstante, sabía reconocer cuándo la mente de Martín se aventuraba en el segundo. ¿Buscaba allí respuestas o acaso a un alma que —imploraba— no estuviera perdida? ¿Se dedicaba a achacarse culpas a medio merecer en aquellos trances de introspección, o simplemente pensaba, como en un ligero vuelo rasante? Se preguntó cuán poderosas debían ser las ráfagas del averno y las de su voluntad para ser capaz de retrotraerse a aquel tétrico estado y luego conseguir salir.
—¡Bueno, ya está! —exclamó una de las Soprano de Coloratura desde el conglomerado de asientos al otro lado del salón, sobresaltándola. —¿Esta mujer piensa venir? —la chica sacudió el brazo, acercándose a la cara el reloj de pulsera que pendía de su muñeca. —Ya pasaron quince minutos, nos podemos ir.
Martín levantó la mirada hacia el pizarrón y sacó su teléfono; asintió en silencio y guardó su carpeta en la mochila. En cuestión de segundos, el débil murmullo que había cubierto el aula se hubo transformado en un domo de ruido que bloquearía cualquier eventual negativa.
Teresa observó atónita el caos de bancos y sillas arrastrándose despreocupados, abrigos y libros recogiéndose con brusca premura, quejas y chillidos de júbilo explotando, ensordecedores, en su oído. Sus dedos temblaron sobre la cubierta de tapa dura mientras una única, suplicante idea (peroyoestudie yoestudie) reverberaba en su (lei es te pu to li bro) cabeza. Dirigió una mirada desesperada hacia atrás, donde Fernando le respondía con una sonrisa, encogiéndose de hombros al ponerse la campera de cuero.
Amanda Grossi, seguida por la secuaz que había hablado, estaba a punto de tocar la manija cuando la puerta se abrió de un tirón. Una mujer ataviada con un maletín y una serie de bolsas hacía malabares para no volcar un vaso térmico de café sobre los dos gruesos volúmenes que le sobresalían de las axilas. Las Sopranos de Coloratura se quedaron frías, sus caras fijas en muecas de algo entre sorpresa y desdén.
La señorita —«Esa no es la profe», Teresa escuchó susurrar a Bruno Stecchi, «¡No puede tener más de diez años que nosotros!»— estaba vestida de la manera más extraña que hubiera visto. Unas calzas rayadas horizontalmente en blanco y negro acababan en stilettos: el izquierdo rojo, el derecho plateado. Su cabello (no rubio) dorado parecía disparar en todas direcciones, endemoniadamente enrulado. Algo indecible, entre una remera larga y un vestido veraniego de principios de siglo pasado, sugería su cuerpo delgado. Se ajustó los guantes de cuero, impecablemente blancos, y luego sus gruesos lentes de marco verde. Detrás de ellos, sus ojos brillaban expectantes —daba la impresión de estar tan sorprendida de verlos a ellos como ellos a ella.
Sin articular aún palabras o explicaciones, depositó sus pertenencias sobre el escritorio y tomó una tiza. Dibujó su nombre en (asquerosamente) perfecta caligrafía y se volteó hacia el curso.
—Soy Ana Baum —anunció con una amplia sonrisa—, Licenciada en Letras y, por lo que resta del año, su profesora reemplazante de Literatura.


2


A regañadientes, todos volvieron a sus asientos. Tras completar el libro de asistencia de profesores que la preceptora había dejado hacía poco más de quince minutos, Ana Baum acomodó todas sus bolsas y procedió a depositar su contenido sobre los bancos de la primera fila.
Frente a Amanda Grossi dejó caer una bandeja de sesos grasienta y chorreante. Los ojos esmeraldas de la lideresa de las Sopranos no alcanzaron a desorbitarse tanto como los de su secuaz, a la que la profesora ahora apuntaba con una daga de delicado diseño. Con una sonrisa, Ana clavó la hoja de metal junto a la carpeta de la chica y volvió a su escritorio.
Con dos nuevas bolsas en mano, avanzó hacia el otro extremo del aula. Sacó de una de ellas una casita de madera para pintar y la ubicó frente a Teresa, que observó el objeto con el ceño fruncido, sin atreverse a tocarlo. Martín miró a la profesora a los ojos, aún «ido», con los brazos cruzados sobre el borde de su banco vacío. Baum le dedicó una expresión dubitativa, entreabriendo la boca para decir algo que no alcanzó a conjurársele. Finalmente asintió y dejó caer una segunda bandeja. Un ¡plop! anunció el aterrizaje: el jugo de sangre chapoteó bajo el film que cubría el corazón de una vaca. El sonido resultó tan repugnante que su compañera sintió su desayuno retorciéndosele dentro del estómago, pero Martín se limitó a parpadear.
—¿Quién puede decirme a qué vienen estos cuatro objetos? —preguntó la mujer, quitándose los guantes.
La clase se miró entre sí. Los ojos sólo querían apartarse de aquel espectáculo que la palabra «morboso» no alcanzaba a definir y, al mismo tiempo, brillaban expectantes. ¿Qué sucederá luego?, parecían exclamar. Las orejas buscaban, atentas y atónitas, una explicación. Todos estaban boquiabiertos, pero mudos.
—Es lo que... —empezó Teresa, luchando contra el temblor que le sacudía la campanilla y las entrañas. —¡Es lo que van a buscar los personajes del Mago de Oz! —escupió a toda velocidad, tapándose inmediatamente la boca para que nada más que palabras se le escapasen de entre los labios.
—¡Exacto! —exclamó Ana, juntando las palmas en un gesto teatral, obsequiando a la clase con una sonrisa retorcida.
—¿A esta mujer la sacaron del loquero? —murmuró María a sus compañeros.
—A mí me cae bien —repuso Fernando, incorporándose en su asiento.
La profesora se volteó para escribir en el pizarrón cuatro palabras: «cerebro», «coraje», «hogar» y «corazón». A continuación, escribió un nombre bajo cada una de ellas: «Espantapájaros», «León Cobarde», «Dorothy» y «Leñador de Hojalata», respectivamente.
—¿Quiénes de acá leyeron el libro? —preguntó. Las manos de Teresa, María y una de las Sopranos fueron las únicas en levantarse. —¿Y quiénes vieron la película? —en esa ocasión la mitad del curso lo hizo, y Ana dejó escapar una risita. —Asumo que los que lo leyeron también debieron verla por el puro placer de quejarse de las diferencias con la novela. ¿Podría alguna señalarlas?
—Los zapatos son rojos en la película y plateados en el libro —aseveró María, regodeándose en ser una de las únicas tres personas autorizadas para hablar en aquel momento.
—¡La gente canta y la bruja mala es verde! —intervino la Soprano.
Ana asintió, cruzándose de brazos. Una nueva corriente de murmullos —distanciada de la réplica al despliegue psicopático del principio de la clase— comenzó a llenar el aula. Todos parecían admirarse de que alguien se hubiera dignado a leer el libro.
—Creo que la idea se tragiversa —dijo entonces Teresa, finalmente libre de los retorcijones.
—Te escucho —replicó la profesora, apoyándose sobre el escritorio con aire triunfal.
—En la película parece que tratan de explotar a Dorothy, embaucándola con una especie de viaje de autodescubrimiento, ya que podría haberse vuelto a Kansas, básicamente, desde el momento en el que se pone los zapatos... rojos —añadió, mirando a la Soprano, que descubrió era la que había propuesto abandonar el salón. —Hay una única bruja «buena», que siempre supo cómo podía hacer para irse. En el libro, cuando llega a Oz nadie sabe cómo hacerlo, emprende el viaje para buscar al Mago porque es la única posibilidad que tiene de volver a casa. En la película, si uno se detiene a analizarlas, las cosas parecen un poco más... turbias.
—¿Parecen? —Ana arqueó una ceja.
—¿Disculpe? —Teresa frunció el ceño.
—En la película, la idea, más que tragiversarse, se evidencia más claramente. La verdadera naturaleza de las cosas, la crudeza en ellas, se deja entrever más fácil.
La profesora se despegó de su escritorio y barrió con la mirada a sus alumnos. La mayoría, si la observaba, lo hacía con ojos vacuos. Sólo la chica frente a la casita de madera tenía la vista endurecida y desafiante de quien posee conocimientos y está dispuesto a defenderlo, con uñas y dientes.
—Chicos, ¿realmente les parece que un cerebro como éste —Ana levantó la bandeja frente a Amanda y, tras enseñarla y sacudirla frente a la clase, volvió a bajarla— le serviría a un espantapájaros? ¿Un corazón —señaló el banco de Martín— bombea sentimientos? El Mago de Oz es un trabajo perfectamente metafórico. Una alegoría, si quisiéramos referenciar a Kafka.
—Me opongo a semejante idea —declaró Teresa, sin acabar de darse cuenta de que se había parado. —En el prólogo, el autor claramente establece que su historia se diferencia de las demás de su época porque se aleja de toda intención de educar moralmente a nadie. Fue escrito pura y exclusivamente para que los chicos la disfrutaran, para darles un placer sin ningún tipo de compromiso social.
La chica enfatizó sus últimas palabras frunciendo el ceño y afirmando las manos sobre su cintura. La profesora rió.
—¿Y no te parece ésa una excusa conveniente? —repuso Ana, volviéndose al resto de la clase. —Y digo «excusa» en el sentido más básico del mundo. Permitime parafrasearte: se escapa de toda situación de eventual compromiso, ¿para qué? Para que a nadie se le ocurra juzgarlo en profundidad.
»¿Por qué le parece que podrían estar leyendo un libro infantil alumnos de quinto año, señorita? El objetivo de sus estudios secundarios es prepararlos mínimamente para la vida. Si no los hago despertar a las verdades implícitas desde ahora, algún día van a chocarse de cara contra el piso y no van a saber de dónde es seguro apoyarse para volver a pararse.
»Este semestre no vamos a «leer» El Mago de Oz, vamos a analizarlo. No alcanza con ver la película, es más, les recomendaría no verla si no quieren arrancarse los ojos o los oídos con esa secuencia de enanitos cantando. Cada clase vamos a focalizar en un capítulo diferente, analizando las implicaciones alegóricas de cada uno. Van a tener que leer entre líneas, rebuscar y escarbar detrás de cada frase que les haga ruido, y si alguna no lo hace, más razón para darla vuelta.
»La literatura es una de las expresiones más puras del psiquismo humano. El inconsciente se presenta a través del lenguaje: de sus fisuras, sus ambigüedades, sus faltas y abundancias de sentido. Los sueños son metáforas en las que lo más profundo de nuestro ser se esconde bajo un disfraz para resultarnos tolerable. El Mago de Oz es una de las piezas principales del folclore estadounidense, estandarte del capitalismo. Y cada capítulo de este libro trata, en cierto sentido, en cierta multiplicidad de sentidos, sobre eso. No es casual que la película, una versión algo más digerible y evidente del libro, sea el epicentro de la cultura popular yanqui. Si quieren descubrir la clave de nuestra sociedad moderna, búsquenla acá dentro.
Blandió entonces el libro, en un gesto similar y a la vez muy diferente del que Teresa había hecho antes de su llegada.
—Nada es lo que parece —sentenció.

Bajo el hechizo de aquella última frase, Fernando abandonó el respaldo de su silla. Acomodándose debidamente en su asiento, se cruzó de brazos y, por primera vez en su vida, frunció el ceño, intrigado.

viernes, 11 de julio de 2014

miércoles, 9 de julio de 2014

musical MENTE 1.4

Cuando llegó a casa el reloj del living marcaba las doce. Su madre ya se había ido a dormir y sobre la mesa lo esperaba General, erguido como un solemne centinela. Su pelaje bicolor destellaba negro y naranja con la luz de la luna que se colaba por el ventanal. Sólo una franja de sus ojos celestes era visible, confiriéndole así una expresión que podía ser de desprecio, superioridad o simplemente sueño. Le dio una palmadita en la cabeza —sólo un matiz más fuerte que «ligeramente», en aquel tono de amor-odio que compartían— y el gato le contestó con un maullido quejumbroso para, con un salto, desaparecer en la oscuridad.
El rumor de las patas sobre la alfombra desapareció al cabo de unos momentos y Martín se quedó quieto en la oscuridad, saboreando el silencio antes de dejarse caer en el sillón. Su mirada se perdió en el vacío del patio, recortado por la mesa que lo separaba del cristal.
Tras un tiempo indecible, suspiró y volvió la vista hacia el equipo de música —y la caja sobre él. La Versión Musical de la Guerra de los Mundos de Jeff Wayne, regalo de cumpleaños póstumo de Cito, le devolvió su reflejo turbado al incorporarse. Con la solemnidad de un ritual, apenas consciente de los movimientos de sus brazos aún agarrotados por los juegos de la tarde, se quitó la bufanda y la campera de polar. Luego, con suma delicadeza, retiró de sus brazos las mangas de la campera blanca de Cito y, tras depositarla en el sofá junto al resto de las prendas, se deshizo de la  remera.
El ventanal estaba cerrado y, sin embargo, la habitación estaba tan fría como el congelador industrial de un frigorífico. Martín observó las capas de abrigo con ojos vacuos, como contemplando los cortes de carne que poblaran semejante congelador. Ni la bufanda ni la campera de polar le resultaban piezas atractivas. Tomó en sus manos la remera y, con un estremecimiento (es la que use esu diay), volvió a dejarla en su lugar. No es lo suficientemente apetitosa, dijo algo dentro de él, y pasó a la última prenda. Sus dedos temblaron antes de poder tocar la campera blanca. Cuando lograron cerrarse sobre ella, se la llevó con violencia a la cara —su nariz hizo entonces lo que su boca no podía. No llegó a sentirse un caníbal devorando el recuerdo de su amigo, sólo quería apropiarse del aroma de la no-canela, del perfume de su desodorante, de esa marca indeleble y terrible, innegable. La suspiró, sus facciones aún cubiertas por la tela, y su cuerpo entero experimentó un estremecimiento que lo calmó y le desprendió una única lágrima.
Con la misma lentitud y minuciosidad con la que se había desvestido, retiró la campera de su rostro y procedió a colocársela sobre su torso desnudo. El temblor intentó regresar y, presionando los párpados, lo invitó a pasar, tomándolo de la mando y dejando entrar de lleno a algo que no podía comprender ni desgranar —sólo sentir, con una cierta consciencia evanescente.
Cerró la puerta del congelador tras de sí, dejando el resto de las prendas abandonadas en el sillón. La sangre en ellas ya se había coagulado, las piezas estaban secas. La campera no obstante, le goteaba una sustancia indecible, pues pertenecía a un muerto.


miércoles, 2 de julio de 2014

Entrevista de Trabajo #2

Tras años de formarse en disciplinas útiles para acompañar y respaldar sus mentiras, la técnica de Roberto se había perfeccionado y, en el camino, había acabado por volverse un adicto. Con ya treinta años, era mitómano.
Sus relatos se habían vuelto más grandes y complejos, mejor producidos e infinitamente más creíbles. Conservaba la silla de ruedas en la que se había movilizado tras el accidente que lo hubo alejado del taller; su frágil cuerpecito aún cabía en ella —aunque a veces un gordo vigoroso también salía de su segundo departamento céntrico. To había hecho de su cuerpo un objeto teatral, maleable como plastilina —y cada momento fuera del hogar constituía para él una escena.
Sus casas eran sencillamente bambalinas de diseñador y la mayor parte de su superficie la ocupaban los (camarines) armarios. Una miríada de papeles cubrían las mesitas de café de sus tantos livings: se trataba de obras de teatro, novelas juveniles, libros sobre negocios, currículums y listas de compras. Y allí, sobre una hoja en blanco viva, Roberto construía lo que el mundo exterior luego conocía. Y pasando la puerta, se desvanecía. Juan, Luis, Pedro, Marcelo o —en una muy divertida ocasión— Luisa tomaban el relevo.
En aquella vida, la mayor diversión se la daban las entrevistas de trabajo. Siempre conseguía los puestos para los que se postulaba, pero jamás los tomaba. Llevaba años viviendo del seguro de vida y herencia de sus padres. Su madre no se había colgado, pero había acabado por volarse la cabeza tras descubrir que su esposo había fallecido en un accidente automovilístico durante uno de sus viajes de trabajo. No hubo hermano mayor para cuidarlo entonces, aunque una parte de él creía que —con un par de detalles más o menos reformulados— la profecía del examen de inglés acabaría por cumplirse.


domingo, 29 de junio de 2014

musical MENTE 1.3

Fernando empaquetó la cena hacia las ocho y media. Sus amigos habían terminado de acomodar la casa y guardar todo en sus mochilas hacía diez minutos y, habiéndose evaporado el copetín un largo tiempo atrás, se ocupaban de devorar los ingredientes sobrantes.
—¡Estamos! —anunció el cocinero, tomando las llaves de la casa. —Cada uno agarre su mochila y una bolsa de basura y vamos yendo para la parada.
Fuera, el sueño de una tarde de verano había dado paso a un crudo anochecer de invierno. El viento helado les cortaba la piel y ni todo el exhibicionismo del mundo le habría permitido a Fernando permanecer en la sunga con la que había salido al pueblo horas antes. Cubiertos bajo tres capas de abrigo, dirigieron una última mirada nostálgica a la pileta antes de atravesar el jardín delantero y salir a la calle.
Pasado el portón, Teresa buscó su billetera para comenzar a contar el dinero de los pasajes mientras Martín tiraba la basura. Tras unos momentos de revolver el contenido con progresivo nerviosismo, notó que había (ademas) un segundo faltante.
—¡Pará, no cerrés! —chilló antes de que su amigo hubiera siquiera alcanzado a ubicar sus llaves. —¡Me olvidé el libro y la billetera adentro!
—¿Para qué trajiste un libro? —resopló Fer.
—Porque todavía me quedan dos capítulos y mañana tenemos Lengua; se suponía que lo teníamos que tener leído para la primera clase del segundo cuatrimestre —el chico se mantuvo impasible y Teresa sintió un acceso de rabia. —¡No me digas que ni siquiera lo compraste!
—Puedo ver la película de Judy Garland —repuso Fernando, encogiéndose de hombros—, no hagás tanto escándalo.
—Esa película no tiene nada que ver con el libro. Además, te quiero ver soportando esa secuencia de enanitos cantando sin arrancarte los ojos ni el expansor.
—¡Dejen de boludear y entrá a buscar tus cosas que nos vamos a perder el colectivo! —explotó entonces Martín, sacudiéndose de las manos algo que se había escapado de un agujero en las bolsas.
Teresa murmuró algo y entró corriendo a la casa mientras su amigo se limpiaba los dedos en un arbusto.
—¿Y vos lo leíste?
—¿Cuándo nos juntamos a verla?
Entre risas, chocaron los cinco.


domingo, 22 de junio de 2014

musical MENTE 1.2

A esas horas el pueblo entero era para ellos. Se respiraba una calma tan intensa que resultaba incómoda —forzando su visión periférica y una sonrisita gentil, Teresa adujo que quizá se debiera a la decena de ojos que se clavaban sobre ellos al atravesar la plaza principal.
Casi podía oír los pudorosos grititos ahogados: una chica entre dos hombres, apenas escondiendo su feminidad bajo un vestido veraniego que estaba lejos de cubrirle las rodillas y cuyo escote era tan (impudicamente) amplio que revelaba el corpiño de su trikini turquesa. El chico a su lado que insistía en enseñar su cuerpo también era un espectáculo en sí mismo, pero los vecinos ya estaban acostumbrados a ver a Fernando pasearse con su envidiable torso desnudo. Del otro adolescente le resultaba difícil hacer comentarios picajosos —sólo acudía a la mente el de que su cuello era demasiado largo para lo pequeño de su cabeza y que el corte de su remera no ayudaba a disimularlo. Si uno quería ponerse quisquilloso, siempre había algún gesto a señalar.
Quedaba poco de sus helados cuando alcanzaron el almacén y quedaron pocos abastecimientos cuando salieron de él —cada uno llevaba entre dos y tres bolsas, cargadas y pesadas.
—¿Es necesario que todo lo que cocines sea gourmet? —protestó Gino.
—Que yo sepa, nunca tuve que obligarte a que te sirvieras un segundo plato —repuso Fernando, con una desafiante sonrisita de suficiencia. —Si te dejás de quejar, puede que considere no hacer rústicas las papas fritas.
—¡Se calla, se calla! —exclamó Teresa, pasando el peso de las bolsas a una mano para poder tapar la boca de su amigo.
¡La voz del diablo se oye en nuestra Tierra! —chilló entonces el teléfono de Martín, sobresaltándola.
—¿Me lo leés?
Con absoluta naturalidad, Teresa metió la mano en el bolsillo del short de baño de Martín y sacó el  celular. Resolvió el patrón de desbloqueo y dejó escapar algo entre un chiflido y un silbido.
—¡Es de Ce-les-te! —anunció, burlona. —«Mañana vuelve a empezar La Forza. La clase es a las cinco, pero si querés nos podemos ver un toque antes así no se te hace tan raro. ¿Te copa?» —Martín asintió. —Esa es mi traducción, porque a esta chica parece que no le gustan las vocales. ¿Qué son esos dos puntos pe que intercala entre casi cada palabra? —Fernando abrió mucho los ojos y sacó la lengua hacia un costado, en una expresión ridícula que desprendió risas de sus amigos. —Okey, entiendo. ¿Entonces va en serio eso de hacer comedias musicales?
—Supongo que sí —replicó Martín, desviando la vista al frente. —Cuando Cito me decía Tommy yo creía que era una especie de chiste porque me gustaba mucho el disco y el pinball que estaba en Arcadia, pero en realidad era una manera encubierta de decir que yo estaba ciego, sordo y, por ende, mudo ante quién era él en realidad. Si quiero respuestas tengo que ir a ese taller.
—¿Y el chico raro del videoclub? —inquirió Fernando con sobriedad, saltando frente a su amigo y obligándolo a detenerse y verlo a los ojos. —¿Qué fue lo que te dijo que ahora estás tan decidido a hacer algo que hasta tres meses atrás pensabas que era lo más estúpido del mundo?
Teresa lo fulminó con la mirada y acarició el hombro caído de Martín.
—Me dijo el precio de la cuota y que Cito era un tarado y un cagón, y que era mejor que me alejara del centro cultural —sus amigos guardaron un incómodo silencio. —Pero no le creo —aseveró, levantando la cabeza y afirmando sus ojos sobre el horizonte. —Celeste me dijo que, como él es el único que se anima a cantar en falsete, se va a quedar con la canción de Cito. El tema es que yo también puedo hacerlo, y supongo que por eso me quiere lejos, para que no le saque Memory.
—Entonces, ¿vas para vengarlo? —dijo Teresa.

—Algo así —replicó Martín, reemprendiendo el paso. —Para eso e investigar. Mato dos pájaros de un tiro.

viernes, 20 de junio de 2014

Random Thoughts - Los Sims como un RPG

Si te lo ponés a pensar —como un drogadicto pasado de merca, o como yo—, Los Sims 2 es muy parecido a un juego de rol. Paso a dar cuenta de mis argumentos.




  • Leveleás tus habilidades: no matás cerdos ni demonios, te ponés cachas con un aparato de ejercicios o dedicás una tarde a un ambiguo e interminable libro sobre Mecánica. Y, lo más importante de todo, no te cuestionás cómo, habiendo pintado los 10 puntos de Creatividad, podés tocar Mozart como un experto
  • Tenés una quest/objetivo principal —tu deseo de toda la vida—, pero podés pelotudear mientras tanto, dedicándote a cientos de ¡sidequests! Los deseos a corto plazo, ¿qué son sino brevísimas sidequests? ¡Además, te desbloquean items que no podrías conseguir de otra manera.
  • ¡MAGIA!: o, mejor dicho, influencia, pero podemos decir que "encantás" a tus relaciones.
  • No sos elfo nocturno u orco... ¡pero podés elegir ser humano o alien!
  • Tenés profesiones... no tan copadas como "espadachín" o "mago", pero podés ser médico xD
La serie de juegos Sims 2 a secas —más sus expansiones— podría considerarse un "sandbox", el tipo de juegos donde, básicamente, hacés lo que se te canta, elegís tu camino.

Los de la saga Historias —de la Vida, de Mascotas y de Náufragos— serían más tradicionales, con una historia —siempre delirante, como todo en los Sims. Lo mismo vale para los juegos para portátiles y de consola, que siempre tienen una historia y objetivos. No todos tienen sidequests, así que no sé si calificaría de RPG, pero... Wikipedia los define a los juegos de rol en general como: "[...] juego en el que, tal como indica su nombre, uno o más jugadores desempeñan un determinado rol, papel o personalidad"

Creo haber sido bastante conciso por tratarse de una idea tan estúpida.
¡Espero comentarios! ¡No me dejen escribiendo solo!

martes, 17 de junio de 2014

Entrevista de Trabajo #1

A los dieciocho años, Roberto descubrió que le gustaba mentir. To —abreviatura de Roberto— lo supo tras años de muy efectivas mentiras. Tenía la convicción de que mentir era algo completamente natural, disfrutaba exagerando detalles y se enorgullecía de la manera en que lograba decorar un hecho ocultando algunas de las vergonzosas verdades implicadas.   
Hasta los quince, la mayor parte de sus mentiras se habían desarrollado en talleres de teatro, pero, tras un accidente en el que sus piernas habían quedado temporalmente lisiadas, había dejado de mentir conscientemente. Seis meses después ya se encontraba en perfecto estado físico —y negándose rotundamente a volver al escenario. El incidente había ocurrido en el trayecto de ida a un ensayo y Roberto lo consideró una señal del Destino, que le aconsejaba que lo mejor para él sería alejarse de las mentiras. Y lo había hecho, por el espacio de dos semanas. Lentamente, había recuperado su capacidad de mentir y llegado a sentir un pequeño placer por ello. Entonces no eran más que mentiritas piadosas; en la tarde de su hallazgo pronunciaría su primera mentira constructiva.
Estaba en un examen oral de inglés, el primero en el que tenía un manejo suficiente como para cambiar sus réplicas bisilábicas por respuestas de complejidad considerablemente mayor. Por efecto del maratón de series que había visto por televisión, se sentía poderosamente capaz. Había repasado todas las estructuras que conocía y memorizado incluso más vocabulario del planteado en las unidades evaluadas. Cuando la profesora le preguntó por su familia, mintió poderosamente. Sintió un escalofrío cálido recorrerle el cuerpo a medida que construía un relato, rellenando sobre la marcha los huecos que se iban formando, aprovechándose de los momentos en los que la docente no comprendía algo para reformularlo incluso más grande.
Con ojos vidriosos, explicó que su padre llevaba dos noches fuera de casa y que su madre se había colgado en el living hacía tres meses, encontrándose él temporalmente bajo el cuidado de su hermano mayor. Intercaló unas inspiraciones profundas para aportar mayor dramatismo a su historia, e hizo de cada respiración entrecortada una muletilla para hacer tiempo a reconstruir algo más. En un gesto perfectamente medido, sacudió la cabeza y miró el techo al tiempo que tragaba pesadamente para «no llorar».
Obtuvo un abrazo y un nueve cincuenta. Corrió a casa a contarle a su madre, le envió un mensaje de texto a su padre —que se encontraba en un viaje de trabajo— y finalmente se echó en el segundo y último dormitorio de la casa.
Se durmió casi al instante, sintiendo algo del éxtasis anestesiante que experimentaba tras salir de escena.

domingo, 15 de junio de 2014

musical MENTE - 1.1



Los últimos rayos de sol acariciaban sus cuerpos tendidos en el pasto. Cada tanto uno de ellos reía y su abdomen se contraía, pero por lo pronto no había más movimiento que el ligero sacudir del único —y miserable— árbol en toda la casa de fin de semana de Fernando. En un extremo del complejo, el triste pino proyectaba su sombra, ya diluida en el atardecer; una pileta olímpica lo separaba de los tres chicos, de la misma manera que un par de horas los distanciaba a ellos del inicio del segundo cuatrimestre. Aquel día había sido uno de los tantos oasis deliciosamente abrasantes durante el invierno y sus miembros, ya acostumbrados a la dulce lamida del sol, se negaban a moverse. ¿Con qué fin resignar su paz?
Un hilillo de música, indistinguible entre el ruido de autos despidiéndose del pueblo de Tristecia y el sonido de sus propias risas, formaba una telaraña translúcida sobre el jardín delantero. Habían decidido hacer una lista de reproducción equitativa y podía estar sonando cualquier cosa.
Teresa suspiró el aire limpio y cerró los ojos. Eran cerca de las cinco y media, hora a la cual solían empezar a recoger sus cosas y aprontar la casa, pero sus mochilas seguían a una sana distancia de sus manos. Un manto de (paja) vagancia casi palpable los cubría, clavándolos al suelo. En un pensamiento (evanescen ce te) sin consistencia, sintiendo aquella pesadez inusitada paralizándole las piernas, se dijo que era como si su cuerpo supiera cómo podrían precipitarse los acontecimientos si osaba levantarse —y actuaba en consecuencia.
—¿Alguien más tiene problemas para levantarse? —preguntó al cielo, incapaz de torcer la cabeza.
—Sí —farfulló Martín, con un mechón del pelo de la chica metiéndosele en la boca y en los ojos.
—Nah —repuso Fer, rascándose el testículo izquierdo a través de su sunga con la mano que no tenía bajo la cabeza, despreocupado de que alguien lo observara juicioso.
Hubo una pausa en la que ninguno dijo nada; sólo el sonido del contacto de la licra y una uña comida quebraba el silencio. Tere quería decir algo más, pero tenía que volver a reunir energía para un nuevo esfuerzo.
—Si nos apuramos, podemos alcanzar el colectivo de las seis —dijo el dueño de casa, regresando la mano bajo su cabeza una vez finalizada su tarea. —El que le sigue sale recién a las nueve —agregó.
Tras una segunda tanda, esta vez de silencio absoluto, dijo:
—¿Quién quiere helado?
Como ajenos al resto de sus cuerpos, los brazos de sus amigos se levantaron, vehementes, y luego siguieron sus piernas.
—¿Comemos acá o en el colectivo? —preguntó Martín, con sus facciones rubicundas finalmente libres.
—Podemos hacer la comida acá —propuso Teresa, luchando por acomodándose la remera, aún mojada tras haber sido arrojada a la pileta a medio desvestir— y comerla en el… ¡Fernando dejá de rascarte ahí! ¡Es asqueroso!
El chico resopló y, echando a girar los ojos y la cabeza, se puso de pie en un único gesto —«Allez-hop!», anunció a mitad de su salto—, ridículamente gimnástico. Le extendió la mano a su amigo, que la rechazó y procedió a retorcerse hasta encontrar una posición desde la cual poder levantarse.

—No puedo saber con qué mano estabas tocándote los huevos ni pienso arriesgarme a averiguarlo —dijo Martín con una sonrisa.

jueves, 12 de junio de 2014

We're off to see the Wizard

¡Bienvenidos a mi vigesimoquinto blog!


Esta vez las actualizaciones van a ser, al menos, dos por semana:
  • Los domingos, la historia principal: musical MENTE, la secuela de dramática MENTE (disponible en la sección de Descargas), actualizada por segmentos de capítulos.
  • Los miércoles, un serial que va a ir rotando, empezando por Entrevista de Trabajo, el raconte de un episodio en la vida de un mitómano.
  • Ocasionalmente, entradas sueltas sin justificación alguna: canciones, videos, reflexiones, reseñas del libro que esté leyendo, proyectos personales, etcétera.

¡Espero acepten este acuerdo y lean algo de lo que se ofrecerá por estos pagos! 

¡Un saludo y nos estamos leyendo!