Tras años de formarse en disciplinas útiles para
acompañar y respaldar sus mentiras, la técnica de Roberto se había
perfeccionado y, en el camino, había acabado por volverse un adicto. Con ya
treinta años, era mitómano.
Sus relatos se habían vuelto más grandes y
complejos, mejor producidos e infinitamente más creíbles. Conservaba la silla
de ruedas en la que se había movilizado tras el accidente que lo hubo alejado
del taller; su frágil cuerpecito aún cabía en ella —aunque a veces un gordo
vigoroso también salía de su segundo departamento céntrico. To había hecho de
su cuerpo un objeto teatral, maleable como plastilina —y cada momento fuera del
hogar constituía para él una escena.
Sus casas eran sencillamente bambalinas de
diseñador y la mayor parte de su superficie la ocupaban los (camarines) armarios. Una miríada de
papeles cubrían las mesitas de café de sus tantos livings: se trataba de obras
de teatro, novelas juveniles, libros sobre negocios, currículums y listas de
compras. Y allí, sobre una hoja en blanco viva,
Roberto construía lo que el mundo exterior luego conocía. Y pasando la puerta,
se desvanecía. Juan, Luis, Pedro, Marcelo o —en una muy divertida ocasión—
Luisa tomaban el relevo.
En aquella vida, la mayor diversión se la daban las
entrevistas de trabajo. Siempre conseguía los puestos para los que se
postulaba, pero jamás los tomaba. Llevaba años viviendo del seguro de vida y
herencia de sus padres. Su madre no se había colgado, pero había acabado por
volarse la cabeza tras descubrir que su esposo había fallecido en un accidente automovilístico
durante uno de sus viajes de trabajo. No hubo hermano mayor para cuidarlo
entonces, aunque una parte de él creía que —con un par de detalles más o menos reformulados— la profecía del examen de
inglés acabaría por cumplirse.
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