CAPÍTULO II
El camino de ladrillos amarillos
1
Tras el recreo, el aula del segundo piso volvió
a llenarse con parsimonia; un paso apagado, delator del desgano que flotaba en
el aire, devolvía allí a los alumnos. Teresa ocupó el asiento vacante junto a
Martín y dirigió una mueca desafiante hacia el final del salón, donde Fernando
hacía caso omiso de las palabras de Bruno Stecchi y María Vistarini. Blandió en
el aire su tomo de «El Maravilloso Mago de Oz» con cierto aire de triunfo
—afirmándose como la persona responsable que de ninguna manera reconocía en su amigo cocinero— y volvió la vista
al frente.
—¿Viste la película al final? —le preguntó a
su compañero de banco mientras acomodaba sus útiles.
—¿Qué? No —dijo Martín, distante.
Tere abrió la boca para replicar una
reprimenda en un tono cómicamente autoritario, pero algo en la inflexión de su
voz —o en la falta de ella— la obligó a detenerse. Regresó una birome de más a
su cartuchera, alejando la incomodidad que las «idas» de su amigo le
provocaban. Inconscientemente, comenzó a juguetear con su pelo, formando una
burda trenza. Se sentía impotente y culpable cuando la mirada de Martín se
perdía más allá de su mundo. Sabía adónde iba y le parecía por demás lógico —pero
de todas maneras la aterraba. No se consideraba una religiosa devota u
ortodoxa: creía en el Cielo y el Infierno enunciados con mayúsculas, pero
pasaba por alto la rigurosidad con la que se medía la entrada al primero; no
obstante, sabía reconocer cuándo la mente de Martín se aventuraba en el segundo.
¿Buscaba allí respuestas o acaso a un alma que —imploraba— no estuviera
perdida? ¿Se dedicaba a achacarse culpas a medio merecer en aquellos trances de
introspección, o simplemente pensaba,
como en un ligero vuelo rasante? Se preguntó cuán poderosas debían ser las ráfagas
del averno y las de su voluntad para ser capaz de retrotraerse a aquel tétrico
estado y luego conseguir salir.
—¡Bueno, ya está! —exclamó una de las Soprano
de Coloratura desde el conglomerado de asientos al otro lado del salón,
sobresaltándola. —¿Esta mujer piensa venir? —la chica sacudió el brazo, acercándose
a la cara el reloj de pulsera que pendía de su muñeca. —Ya pasaron quince
minutos, nos podemos ir.
Martín levantó la mirada hacia el pizarrón y
sacó su teléfono; asintió en silencio y guardó su carpeta en la mochila. En
cuestión de segundos, el débil murmullo que había cubierto el aula se hubo transformado
en un domo de ruido que bloquearía cualquier eventual negativa.
Teresa observó atónita el caos de bancos y
sillas arrastrándose despreocupados, abrigos y libros recogiéndose con brusca
premura, quejas y chillidos de júbilo explotando, ensordecedores, en su oído.
Sus dedos temblaron sobre la cubierta de tapa dura mientras una única,
suplicante idea (peroyoestudie yoestudie) reverberaba en su (lei es te pu to li bro) cabeza. Dirigió una mirada desesperada
hacia atrás, donde Fernando le respondía con una sonrisa, encogiéndose de
hombros al ponerse la campera de cuero.
Amanda Grossi, seguida por la secuaz que
había hablado, estaba a punto de tocar la manija cuando la puerta se abrió de
un tirón. Una mujer ataviada con un maletín y una serie de bolsas hacía
malabares para no volcar un vaso térmico de café sobre los dos gruesos
volúmenes que le sobresalían de las axilas. Las Sopranos de Coloratura se
quedaron frías, sus caras fijas en muecas de algo entre sorpresa y desdén.
La señorita
—«Esa no es la profe», Teresa escuchó susurrar a Bruno Stecchi, «¡No puede tener
más de diez años que nosotros!»— estaba vestida de la manera más extraña que hubiera
visto. Unas calzas rayadas horizontalmente en blanco y negro acababan en stilettos:
el izquierdo rojo, el derecho plateado. Su cabello (no rubio) dorado parecía disparar en todas direcciones, endemoniadamente enrulado. Algo
indecible, entre una remera larga y un vestido veraniego de principios de siglo
pasado, sugería su cuerpo delgado. Se ajustó los guantes de cuero,
impecablemente blancos, y luego sus gruesos lentes de marco verde. Detrás de
ellos, sus ojos brillaban expectantes —daba la impresión de estar tan
sorprendida de verlos a ellos como ellos a ella.
Sin articular aún palabras o explicaciones,
depositó sus pertenencias sobre el escritorio y tomó una tiza. Dibujó su nombre en (asquerosamente) perfecta caligrafía y se
volteó hacia el curso.
—Soy Ana Baum —anunció con una amplia sonrisa—,
Licenciada en Letras y, por lo que resta del año, su profesora reemplazante de
Literatura.
2
A regañadientes, todos volvieron a sus
asientos. Tras completar el libro de asistencia de profesores que la preceptora
había dejado hacía poco más de quince minutos, Ana Baum acomodó todas sus
bolsas y procedió a depositar su contenido sobre los bancos de la primera fila.
Frente a Amanda Grossi dejó caer una bandeja
de sesos grasienta y chorreante. Los ojos esmeraldas de la lideresa de las
Sopranos no alcanzaron a desorbitarse tanto como los de su secuaz, a la que la
profesora ahora apuntaba con una daga de delicado diseño. Con una sonrisa, Ana clavó
la hoja de metal junto a la carpeta de la chica y volvió a su escritorio.
Con dos nuevas bolsas en mano, avanzó hacia
el otro extremo del aula. Sacó de una de ellas una casita de madera para pintar
y la ubicó frente a Teresa, que observó el objeto con el ceño fruncido, sin
atreverse a tocarlo. Martín miró a la profesora a los ojos, aún «ido», con los
brazos cruzados sobre el borde de su banco vacío. Baum le dedicó una expresión
dubitativa, entreabriendo la boca para decir algo que no alcanzó a
conjurársele. Finalmente asintió y dejó caer una segunda bandeja. Un ¡plop! anunció el aterrizaje: el jugo de
sangre chapoteó bajo el film que cubría el corazón de una vaca. El sonido resultó
tan repugnante que su compañera sintió su desayuno retorciéndosele dentro del
estómago, pero Martín se limitó a parpadear.
—¿Quién puede decirme a qué vienen estos
cuatro objetos? —preguntó la mujer, quitándose los guantes.
La clase se miró entre sí. Los ojos sólo
querían apartarse de aquel espectáculo que la palabra «morboso» no alcanzaba a
definir y, al mismo tiempo, brillaban expectantes. ¿Qué sucederá luego?, parecían exclamar. Las orejas buscaban, atentas
y atónitas, una explicación. Todos estaban boquiabiertos, pero mudos.
—Es lo que... —empezó Teresa, luchando contra
el temblor que le sacudía la campanilla y las entrañas. —¡Es lo que van a
buscar los personajes del Mago de Oz! —escupió a toda velocidad, tapándose inmediatamente
la boca para que nada más que palabras se le escapasen de entre los labios.
—¡Exacto! —exclamó Ana, juntando las palmas
en un gesto teatral, obsequiando a la clase con una sonrisa retorcida.
—¿A esta mujer la sacaron del loquero?
—murmuró María a sus compañeros.
—A mí me cae bien —repuso Fernando,
incorporándose en su asiento.
La profesora se volteó para escribir en el
pizarrón cuatro palabras: «cerebro», «coraje», «hogar» y «corazón». A
continuación, escribió un nombre bajo cada una de ellas: «Espantapájaros»,
«León Cobarde», «Dorothy» y «Leñador de Hojalata», respectivamente.
—¿Quiénes de acá leyeron el libro? —preguntó.
Las manos de Teresa, María y una de las Sopranos fueron las únicas en
levantarse. —¿Y quiénes vieron la película? —en esa ocasión la mitad del curso
lo hizo, y Ana dejó escapar una risita. —Asumo que los que lo leyeron también
debieron verla por el puro placer de quejarse de las diferencias con la novela.
¿Podría alguna señalarlas?
—Los zapatos son rojos en la película y
plateados en el libro —aseveró María, regodeándose en ser una de las únicas
tres personas autorizadas para hablar
en aquel momento.
—¡La gente canta y la bruja mala es verde!
—intervino la Soprano.
Ana asintió, cruzándose de brazos. Una nueva
corriente de murmullos —distanciada de la réplica al despliegue psicopático del
principio de la clase— comenzó a llenar el aula. Todos parecían admirarse de
que alguien se hubiera dignado a leer el libro.
—Creo que la idea se tragiversa —dijo entonces
Teresa, finalmente libre de los retorcijones.
—Te escucho —replicó la profesora, apoyándose
sobre el escritorio con aire triunfal.
—En la película parece que tratan de explotar
a Dorothy, embaucándola con una especie de viaje de autodescubrimiento, ya que
podría haberse vuelto a Kansas, básicamente, desde el momento en el que se pone
los zapatos... rojos —añadió, mirando
a la Soprano, que descubrió era la que había propuesto abandonar el salón. —Hay
una única bruja «buena», que siempre supo cómo podía hacer para irse. En el
libro, cuando llega a Oz nadie sabe cómo hacerlo, emprende el viaje para buscar
al Mago porque es la única posibilidad que tiene de volver a casa. En la
película, si uno se detiene a analizarlas, las cosas parecen un poco más... turbias.
—¿Parecen?
—Ana arqueó una ceja.
—¿Disculpe? —Teresa frunció el ceño.
—En la película, la idea, más que
tragiversarse, se evidencia más claramente. La verdadera naturaleza de las
cosas, la crudeza en ellas, se deja
entrever más fácil.
La profesora se despegó de su escritorio y
barrió con la mirada a sus alumnos. La mayoría, si la observaba, lo hacía con
ojos vacuos. Sólo la chica frente a la casita de madera tenía la vista
endurecida y desafiante de quien posee conocimientos y está dispuesto a
defenderlo, con uñas y dientes.
—Chicos, ¿realmente les parece que un cerebro
como éste —Ana levantó la bandeja frente a Amanda y, tras enseñarla y sacudirla
frente a la clase, volvió a bajarla— le serviría a un espantapájaros? ¿Un
corazón —señaló el banco de Martín— bombea sentimientos? El Mago de Oz es un
trabajo perfectamente metafórico. Una alegoría, si quisiéramos referenciar a
Kafka.
—Me opongo a semejante idea —declaró Teresa,
sin acabar de darse cuenta de que se había parado. —En el prólogo, el autor
claramente establece que su historia se diferencia de las demás de su época porque
se aleja de toda intención de educar moralmente a nadie. Fue escrito pura y
exclusivamente para que los chicos la disfrutaran, para darles un placer sin ningún tipo de compromiso social.
La chica enfatizó sus últimas palabras frunciendo
el ceño y afirmando las manos sobre su cintura. La profesora rió.
—¿Y no te parece ésa una excusa conveniente?
—repuso Ana, volviéndose al resto de la clase. —Y digo «excusa» en el sentido
más básico del mundo. Permitime parafrasearte: se escapa de toda situación de
eventual compromiso, ¿para qué? Para que a nadie se le ocurra juzgarlo en
profundidad.
»¿Por qué le parece que podrían estar leyendo
un libro infantil alumnos de quinto año, señorita? El objetivo de sus estudios
secundarios es prepararlos mínimamente para la vida. Si no los hago despertar a
las verdades implícitas desde ahora, algún día van a chocarse de cara contra el
piso y no van a saber de dónde es seguro apoyarse para volver a pararse.
»Este semestre no vamos a «leer» El Mago de
Oz, vamos a analizarlo. No alcanza con ver la película, es más, les
recomendaría no verla si no quieren arrancarse los ojos o los oídos con esa
secuencia de enanitos cantando. Cada clase vamos a focalizar en un capítulo
diferente, analizando las implicaciones alegóricas de cada uno. Van a tener que
leer entre líneas, rebuscar y escarbar detrás de cada frase que les haga ruido,
y si alguna no lo hace, más razón para darla vuelta.
»La literatura es una de las expresiones más
puras del psiquismo humano. El inconsciente se presenta a través del lenguaje:
de sus fisuras, sus ambigüedades, sus faltas y abundancias de sentido. Los
sueños son metáforas en las que lo más profundo de nuestro ser se esconde bajo
un disfraz para resultarnos tolerable. El Mago de Oz es una de las piezas
principales del folclore estadounidense, estandarte del capitalismo. Y cada
capítulo de este libro trata, en cierto sentido, en cierta multiplicidad de sentidos, sobre eso. No es casual que la película,
una versión algo más digerible y evidente del libro, sea el epicentro de la
cultura popular yanqui. Si quieren descubrir la clave de nuestra sociedad
moderna, búsquenla acá dentro.
Blandió entonces el libro, en un gesto
similar y a la vez muy diferente del que Teresa había hecho antes de su
llegada.
—Nada es lo que parece —sentenció.
Bajo el hechizo de aquella última frase,
Fernando abandonó el respaldo de su silla. Acomodándose debidamente en su
asiento, se cruzó de brazos y, por primera vez en su vida, frunció el ceño,
intrigado.