domingo, 13 de julio de 2014

musical MENTE — #2




CAPÍTULO  II
El camino de ladrillos amarillos





1


Tras el recreo, el aula del segundo piso volvió a llenarse con parsimonia; un paso apagado, delator del desgano que flotaba en el aire, devolvía allí a los alumnos. Teresa ocupó el asiento vacante junto a Martín y dirigió una mueca desafiante hacia el final del salón, donde Fernando hacía caso omiso de las palabras de Bruno Stecchi y María Vistarini. Blandió en el aire su tomo de «El Maravilloso Mago de Oz» con cierto aire de triunfo —afirmándose como la persona responsable que de ninguna manera reconocía en su amigo cocinero— y volvió la vista al frente.
—¿Viste la película al final? —le preguntó a su compañero de banco mientras acomodaba sus útiles.
—¿Qué? No —dijo Martín, distante.
Tere abrió la boca para replicar una reprimenda en un tono cómicamente autoritario, pero algo en la inflexión de su voz —o en la falta de ella— la obligó a detenerse. Regresó una birome de más a su cartuchera, alejando la incomodidad que las «idas» de su amigo le provocaban. Inconscientemente, comenzó a juguetear con su pelo, formando una burda trenza. Se sentía impotente y culpable cuando la mirada de Martín se perdía más allá de su mundo. Sabía adónde iba y le parecía por demás lógico —pero de todas maneras la aterraba. No se consideraba una religiosa devota u ortodoxa: creía en el Cielo y el Infierno enunciados con mayúsculas, pero pasaba por alto la rigurosidad con la que se medía la entrada al primero; no obstante, sabía reconocer cuándo la mente de Martín se aventuraba en el segundo. ¿Buscaba allí respuestas o acaso a un alma que —imploraba— no estuviera perdida? ¿Se dedicaba a achacarse culpas a medio merecer en aquellos trances de introspección, o simplemente pensaba, como en un ligero vuelo rasante? Se preguntó cuán poderosas debían ser las ráfagas del averno y las de su voluntad para ser capaz de retrotraerse a aquel tétrico estado y luego conseguir salir.
—¡Bueno, ya está! —exclamó una de las Soprano de Coloratura desde el conglomerado de asientos al otro lado del salón, sobresaltándola. —¿Esta mujer piensa venir? —la chica sacudió el brazo, acercándose a la cara el reloj de pulsera que pendía de su muñeca. —Ya pasaron quince minutos, nos podemos ir.
Martín levantó la mirada hacia el pizarrón y sacó su teléfono; asintió en silencio y guardó su carpeta en la mochila. En cuestión de segundos, el débil murmullo que había cubierto el aula se hubo transformado en un domo de ruido que bloquearía cualquier eventual negativa.
Teresa observó atónita el caos de bancos y sillas arrastrándose despreocupados, abrigos y libros recogiéndose con brusca premura, quejas y chillidos de júbilo explotando, ensordecedores, en su oído. Sus dedos temblaron sobre la cubierta de tapa dura mientras una única, suplicante idea (peroyoestudie yoestudie) reverberaba en su (lei es te pu to li bro) cabeza. Dirigió una mirada desesperada hacia atrás, donde Fernando le respondía con una sonrisa, encogiéndose de hombros al ponerse la campera de cuero.
Amanda Grossi, seguida por la secuaz que había hablado, estaba a punto de tocar la manija cuando la puerta se abrió de un tirón. Una mujer ataviada con un maletín y una serie de bolsas hacía malabares para no volcar un vaso térmico de café sobre los dos gruesos volúmenes que le sobresalían de las axilas. Las Sopranos de Coloratura se quedaron frías, sus caras fijas en muecas de algo entre sorpresa y desdén.
La señorita —«Esa no es la profe», Teresa escuchó susurrar a Bruno Stecchi, «¡No puede tener más de diez años que nosotros!»— estaba vestida de la manera más extraña que hubiera visto. Unas calzas rayadas horizontalmente en blanco y negro acababan en stilettos: el izquierdo rojo, el derecho plateado. Su cabello (no rubio) dorado parecía disparar en todas direcciones, endemoniadamente enrulado. Algo indecible, entre una remera larga y un vestido veraniego de principios de siglo pasado, sugería su cuerpo delgado. Se ajustó los guantes de cuero, impecablemente blancos, y luego sus gruesos lentes de marco verde. Detrás de ellos, sus ojos brillaban expectantes —daba la impresión de estar tan sorprendida de verlos a ellos como ellos a ella.
Sin articular aún palabras o explicaciones, depositó sus pertenencias sobre el escritorio y tomó una tiza. Dibujó su nombre en (asquerosamente) perfecta caligrafía y se volteó hacia el curso.
—Soy Ana Baum —anunció con una amplia sonrisa—, Licenciada en Letras y, por lo que resta del año, su profesora reemplazante de Literatura.


2


A regañadientes, todos volvieron a sus asientos. Tras completar el libro de asistencia de profesores que la preceptora había dejado hacía poco más de quince minutos, Ana Baum acomodó todas sus bolsas y procedió a depositar su contenido sobre los bancos de la primera fila.
Frente a Amanda Grossi dejó caer una bandeja de sesos grasienta y chorreante. Los ojos esmeraldas de la lideresa de las Sopranos no alcanzaron a desorbitarse tanto como los de su secuaz, a la que la profesora ahora apuntaba con una daga de delicado diseño. Con una sonrisa, Ana clavó la hoja de metal junto a la carpeta de la chica y volvió a su escritorio.
Con dos nuevas bolsas en mano, avanzó hacia el otro extremo del aula. Sacó de una de ellas una casita de madera para pintar y la ubicó frente a Teresa, que observó el objeto con el ceño fruncido, sin atreverse a tocarlo. Martín miró a la profesora a los ojos, aún «ido», con los brazos cruzados sobre el borde de su banco vacío. Baum le dedicó una expresión dubitativa, entreabriendo la boca para decir algo que no alcanzó a conjurársele. Finalmente asintió y dejó caer una segunda bandeja. Un ¡plop! anunció el aterrizaje: el jugo de sangre chapoteó bajo el film que cubría el corazón de una vaca. El sonido resultó tan repugnante que su compañera sintió su desayuno retorciéndosele dentro del estómago, pero Martín se limitó a parpadear.
—¿Quién puede decirme a qué vienen estos cuatro objetos? —preguntó la mujer, quitándose los guantes.
La clase se miró entre sí. Los ojos sólo querían apartarse de aquel espectáculo que la palabra «morboso» no alcanzaba a definir y, al mismo tiempo, brillaban expectantes. ¿Qué sucederá luego?, parecían exclamar. Las orejas buscaban, atentas y atónitas, una explicación. Todos estaban boquiabiertos, pero mudos.
—Es lo que... —empezó Teresa, luchando contra el temblor que le sacudía la campanilla y las entrañas. —¡Es lo que van a buscar los personajes del Mago de Oz! —escupió a toda velocidad, tapándose inmediatamente la boca para que nada más que palabras se le escapasen de entre los labios.
—¡Exacto! —exclamó Ana, juntando las palmas en un gesto teatral, obsequiando a la clase con una sonrisa retorcida.
—¿A esta mujer la sacaron del loquero? —murmuró María a sus compañeros.
—A mí me cae bien —repuso Fernando, incorporándose en su asiento.
La profesora se volteó para escribir en el pizarrón cuatro palabras: «cerebro», «coraje», «hogar» y «corazón». A continuación, escribió un nombre bajo cada una de ellas: «Espantapájaros», «León Cobarde», «Dorothy» y «Leñador de Hojalata», respectivamente.
—¿Quiénes de acá leyeron el libro? —preguntó. Las manos de Teresa, María y una de las Sopranos fueron las únicas en levantarse. —¿Y quiénes vieron la película? —en esa ocasión la mitad del curso lo hizo, y Ana dejó escapar una risita. —Asumo que los que lo leyeron también debieron verla por el puro placer de quejarse de las diferencias con la novela. ¿Podría alguna señalarlas?
—Los zapatos son rojos en la película y plateados en el libro —aseveró María, regodeándose en ser una de las únicas tres personas autorizadas para hablar en aquel momento.
—¡La gente canta y la bruja mala es verde! —intervino la Soprano.
Ana asintió, cruzándose de brazos. Una nueva corriente de murmullos —distanciada de la réplica al despliegue psicopático del principio de la clase— comenzó a llenar el aula. Todos parecían admirarse de que alguien se hubiera dignado a leer el libro.
—Creo que la idea se tragiversa —dijo entonces Teresa, finalmente libre de los retorcijones.
—Te escucho —replicó la profesora, apoyándose sobre el escritorio con aire triunfal.
—En la película parece que tratan de explotar a Dorothy, embaucándola con una especie de viaje de autodescubrimiento, ya que podría haberse vuelto a Kansas, básicamente, desde el momento en el que se pone los zapatos... rojos —añadió, mirando a la Soprano, que descubrió era la que había propuesto abandonar el salón. —Hay una única bruja «buena», que siempre supo cómo podía hacer para irse. En el libro, cuando llega a Oz nadie sabe cómo hacerlo, emprende el viaje para buscar al Mago porque es la única posibilidad que tiene de volver a casa. En la película, si uno se detiene a analizarlas, las cosas parecen un poco más... turbias.
—¿Parecen? —Ana arqueó una ceja.
—¿Disculpe? —Teresa frunció el ceño.
—En la película, la idea, más que tragiversarse, se evidencia más claramente. La verdadera naturaleza de las cosas, la crudeza en ellas, se deja entrever más fácil.
La profesora se despegó de su escritorio y barrió con la mirada a sus alumnos. La mayoría, si la observaba, lo hacía con ojos vacuos. Sólo la chica frente a la casita de madera tenía la vista endurecida y desafiante de quien posee conocimientos y está dispuesto a defenderlo, con uñas y dientes.
—Chicos, ¿realmente les parece que un cerebro como éste —Ana levantó la bandeja frente a Amanda y, tras enseñarla y sacudirla frente a la clase, volvió a bajarla— le serviría a un espantapájaros? ¿Un corazón —señaló el banco de Martín— bombea sentimientos? El Mago de Oz es un trabajo perfectamente metafórico. Una alegoría, si quisiéramos referenciar a Kafka.
—Me opongo a semejante idea —declaró Teresa, sin acabar de darse cuenta de que se había parado. —En el prólogo, el autor claramente establece que su historia se diferencia de las demás de su época porque se aleja de toda intención de educar moralmente a nadie. Fue escrito pura y exclusivamente para que los chicos la disfrutaran, para darles un placer sin ningún tipo de compromiso social.
La chica enfatizó sus últimas palabras frunciendo el ceño y afirmando las manos sobre su cintura. La profesora rió.
—¿Y no te parece ésa una excusa conveniente? —repuso Ana, volviéndose al resto de la clase. —Y digo «excusa» en el sentido más básico del mundo. Permitime parafrasearte: se escapa de toda situación de eventual compromiso, ¿para qué? Para que a nadie se le ocurra juzgarlo en profundidad.
»¿Por qué le parece que podrían estar leyendo un libro infantil alumnos de quinto año, señorita? El objetivo de sus estudios secundarios es prepararlos mínimamente para la vida. Si no los hago despertar a las verdades implícitas desde ahora, algún día van a chocarse de cara contra el piso y no van a saber de dónde es seguro apoyarse para volver a pararse.
»Este semestre no vamos a «leer» El Mago de Oz, vamos a analizarlo. No alcanza con ver la película, es más, les recomendaría no verla si no quieren arrancarse los ojos o los oídos con esa secuencia de enanitos cantando. Cada clase vamos a focalizar en un capítulo diferente, analizando las implicaciones alegóricas de cada uno. Van a tener que leer entre líneas, rebuscar y escarbar detrás de cada frase que les haga ruido, y si alguna no lo hace, más razón para darla vuelta.
»La literatura es una de las expresiones más puras del psiquismo humano. El inconsciente se presenta a través del lenguaje: de sus fisuras, sus ambigüedades, sus faltas y abundancias de sentido. Los sueños son metáforas en las que lo más profundo de nuestro ser se esconde bajo un disfraz para resultarnos tolerable. El Mago de Oz es una de las piezas principales del folclore estadounidense, estandarte del capitalismo. Y cada capítulo de este libro trata, en cierto sentido, en cierta multiplicidad de sentidos, sobre eso. No es casual que la película, una versión algo más digerible y evidente del libro, sea el epicentro de la cultura popular yanqui. Si quieren descubrir la clave de nuestra sociedad moderna, búsquenla acá dentro.
Blandió entonces el libro, en un gesto similar y a la vez muy diferente del que Teresa había hecho antes de su llegada.
—Nada es lo que parece —sentenció.

Bajo el hechizo de aquella última frase, Fernando abandonó el respaldo de su silla. Acomodándose debidamente en su asiento, se cruzó de brazos y, por primera vez en su vida, frunció el ceño, intrigado.

viernes, 11 de julio de 2014

miércoles, 9 de julio de 2014

musical MENTE 1.4

Cuando llegó a casa el reloj del living marcaba las doce. Su madre ya se había ido a dormir y sobre la mesa lo esperaba General, erguido como un solemne centinela. Su pelaje bicolor destellaba negro y naranja con la luz de la luna que se colaba por el ventanal. Sólo una franja de sus ojos celestes era visible, confiriéndole así una expresión que podía ser de desprecio, superioridad o simplemente sueño. Le dio una palmadita en la cabeza —sólo un matiz más fuerte que «ligeramente», en aquel tono de amor-odio que compartían— y el gato le contestó con un maullido quejumbroso para, con un salto, desaparecer en la oscuridad.
El rumor de las patas sobre la alfombra desapareció al cabo de unos momentos y Martín se quedó quieto en la oscuridad, saboreando el silencio antes de dejarse caer en el sillón. Su mirada se perdió en el vacío del patio, recortado por la mesa que lo separaba del cristal.
Tras un tiempo indecible, suspiró y volvió la vista hacia el equipo de música —y la caja sobre él. La Versión Musical de la Guerra de los Mundos de Jeff Wayne, regalo de cumpleaños póstumo de Cito, le devolvió su reflejo turbado al incorporarse. Con la solemnidad de un ritual, apenas consciente de los movimientos de sus brazos aún agarrotados por los juegos de la tarde, se quitó la bufanda y la campera de polar. Luego, con suma delicadeza, retiró de sus brazos las mangas de la campera blanca de Cito y, tras depositarla en el sofá junto al resto de las prendas, se deshizo de la  remera.
El ventanal estaba cerrado y, sin embargo, la habitación estaba tan fría como el congelador industrial de un frigorífico. Martín observó las capas de abrigo con ojos vacuos, como contemplando los cortes de carne que poblaran semejante congelador. Ni la bufanda ni la campera de polar le resultaban piezas atractivas. Tomó en sus manos la remera y, con un estremecimiento (es la que use esu diay), volvió a dejarla en su lugar. No es lo suficientemente apetitosa, dijo algo dentro de él, y pasó a la última prenda. Sus dedos temblaron antes de poder tocar la campera blanca. Cuando lograron cerrarse sobre ella, se la llevó con violencia a la cara —su nariz hizo entonces lo que su boca no podía. No llegó a sentirse un caníbal devorando el recuerdo de su amigo, sólo quería apropiarse del aroma de la no-canela, del perfume de su desodorante, de esa marca indeleble y terrible, innegable. La suspiró, sus facciones aún cubiertas por la tela, y su cuerpo entero experimentó un estremecimiento que lo calmó y le desprendió una única lágrima.
Con la misma lentitud y minuciosidad con la que se había desvestido, retiró la campera de su rostro y procedió a colocársela sobre su torso desnudo. El temblor intentó regresar y, presionando los párpados, lo invitó a pasar, tomándolo de la mando y dejando entrar de lleno a algo que no podía comprender ni desgranar —sólo sentir, con una cierta consciencia evanescente.
Cerró la puerta del congelador tras de sí, dejando el resto de las prendas abandonadas en el sillón. La sangre en ellas ya se había coagulado, las piezas estaban secas. La campera no obstante, le goteaba una sustancia indecible, pues pertenecía a un muerto.


miércoles, 2 de julio de 2014

Entrevista de Trabajo #2

Tras años de formarse en disciplinas útiles para acompañar y respaldar sus mentiras, la técnica de Roberto se había perfeccionado y, en el camino, había acabado por volverse un adicto. Con ya treinta años, era mitómano.
Sus relatos se habían vuelto más grandes y complejos, mejor producidos e infinitamente más creíbles. Conservaba la silla de ruedas en la que se había movilizado tras el accidente que lo hubo alejado del taller; su frágil cuerpecito aún cabía en ella —aunque a veces un gordo vigoroso también salía de su segundo departamento céntrico. To había hecho de su cuerpo un objeto teatral, maleable como plastilina —y cada momento fuera del hogar constituía para él una escena.
Sus casas eran sencillamente bambalinas de diseñador y la mayor parte de su superficie la ocupaban los (camarines) armarios. Una miríada de papeles cubrían las mesitas de café de sus tantos livings: se trataba de obras de teatro, novelas juveniles, libros sobre negocios, currículums y listas de compras. Y allí, sobre una hoja en blanco viva, Roberto construía lo que el mundo exterior luego conocía. Y pasando la puerta, se desvanecía. Juan, Luis, Pedro, Marcelo o —en una muy divertida ocasión— Luisa tomaban el relevo.
En aquella vida, la mayor diversión se la daban las entrevistas de trabajo. Siempre conseguía los puestos para los que se postulaba, pero jamás los tomaba. Llevaba años viviendo del seguro de vida y herencia de sus padres. Su madre no se había colgado, pero había acabado por volarse la cabeza tras descubrir que su esposo había fallecido en un accidente automovilístico durante uno de sus viajes de trabajo. No hubo hermano mayor para cuidarlo entonces, aunque una parte de él creía que —con un par de detalles más o menos reformulados— la profecía del examen de inglés acabaría por cumplirse.