CAPÍTULO III
Johnny
One-Note
1
—¿Que hizo qué? —exclamó Celeste entre risas. —¡No te creo!
—Es posta —dijo Martín, encogiéndose de hombros
y sacudiendo su cara sonriente. —Trajo bandejas de seso y corazón. Y apuntó a
una chica con una especie de... ¡daga!
—¿Y esa mujer es profesora?
—Es reemplazante.
—¡Por supuesto, si todas las reemplazantes
están locas!
—¡Amén!
Dejaron escapar sendas carcajadas y se
miraron con un aire de complicidad, recordando las locuras que habían
presenciado frente a educadores temporales. La imagen de una docente de inglés
sugiriéndole arrancar las páginas de los libros —«¡Porque son suyos!», había
alegado— acudió a la mente de Martín, pero no llegó a comunicársela a su amiga.
Una fina capa de silencio se había deslizado entre ellos y acababa de
engrosarse con violencia.
Celeste sintió una brisa fría que poco tenía
que ver con el crudo clima invernal. Observó por el rabillo del ojo a su amigo
y constató que su expresión se había paralizado. No la sorprendía: acababan de
doblar la esquina y sólo dos cuadras los separaban de La Forza ahora.
—¿Sabías que hay un musical del Mago de Oz?
—dijo Celeste, intentando ocultar la preocupación en su voz con una
conversación trivial.
—Sí, el de los enanitos que cantan con Judy
Garland —replicó Martín, distraído.
—No, aparte de ése; se hizo en 1902. El autor
del libro escribió el libreto y las canciones, y después el director de
Broadway lo tragiversó todo y de repente no tenía nada que ver con nada —la
expresión de su amigo se había oscurecido aún más; lo alterado de su tono
explotó en una carcajada nerviosa. —Claro que... ¡era 1902! —se encogió de hombros—, los musicales no tenían mucho sentido
ni trama entonces. Dorothy y el León estaban de figurita, las verdaderas
estrellas eran el Espantapájaros y el Leñador, que los interpretaba un dúo cómico
muy importante en el momento...
Cruzaron la calle.
—... Una de las canciones más exitosas se
llamaba «Sammy» y para el número llamaban a alguien del público que se sentaba
en un palco especial... También había otra que trataba sobre... No había
brujas... Un duque de Rusia tomó champagne del zapato de una de las coristas
en...
La voz de Celeste fue perdiéndose a medida
que sus pasos los acercaban al edificio. Un cartel anunciaba con luces de neón,
como si fuera una marquesina: «La Forza».
Martín se detuvo un momento ante la fuerza
de una idea. Siendo Cito una persona tan teatral, ¿no se habría sentido
emocionado cada vez que arribaba a aquel lugar y veía las palabras
iluminándose? Cerró los ojos e intentó sentirse embargado por aquella
sensación. Nada. Rió con amargura
para sus adentros. Por supuesto que nada
—aquella no era su pasión, no podía pretender sentir algo. Se cruzó de brazos y acarició las mangas de la campera, en un
gesto de disculpas.
—¿Entramos?
2
La sala de ensayo se ubicaba en el segundo
piso. El primero —al que se llegaba por unas escalinatas de mármol que
comenzaban en la planta baja— lo abarcaba la sala principal: un teatro que no
tenía la más mínima pizca de independiente. Un escenario gigantesco; platea
alta y baja y una tertulia, pobladas de butacas de aspecto muy cómodo; incluso la
alfombra roja que cubría el suelo no lucía demasiadas manchas.
Desde la escalera podía oírse el barullo de
la clase —o, mejor dicho, la «pre-clase», como le explicó Celeste. El taller
comenzaba a las cinco, pero los chicos
se juntaban a las cuatro y media para invadir el lugar —una réplica a mitad de
escala que el piso anterior, menos las butacas— y practicar las tareas para el
día.
—Por lo general es una canción y una escena —dijo.
—Cada semana, unas tres personas presentan algo. El profesor del que te había
contado, el que me hizo conocer Los Paraguas, es el que las asigna. Por lo
general elige canciones de musicales que nadie conoce, en un esfuerzo constante
por enseñar y molestar... cosas que suele confundir.
Dentro, un grupo de personas se reunían en
torno a una chica que parecía estar sumida en mitad de una extraña y ruidosa
meditación sobre un escenario sólo un poco más pequeño que el del piso inferior.
—Está calentando la voz —le susurró Celeste
tras observar, risueña, la expresión perpleja de su amigo.
Detrás de la muchacha había un telón cerrado.
Sin que pudiera controlarlo, la imagen de un grupo de coristas irrumpiendo para
sacudir sus piernas acudió a su mente. No obstante, nada allí daba la impresión
de que algo así fuese a ocurrir. Los
chicos no tenían ese aire que caracterizaba a Celeste y había sido la
esencia de Cito. Se veían completamente normales, casi como hubieran sido
forzados a estar en ese lugar. Su propia presencia allí se le conjuraba menos
antinatural que la de ellos.
Lo primero de lo que se percató fue de su
ropa. Iban vestidos como si estuviesen esperando a entrar a un boliche, no a
una escena. Calzas que no acababan de ser deportivas, exceso de maquillaje, remeras
de aspecto costoso. Se dijo que quizá él fuera el zaparrastroso, con su remera
suelta y el jogging de gimnasia —pero él era nuevo en todo eso. Celeste, por su
parte, lucía tan teatral como siempre. Había adornado su carré con una pluma
violeta y su remera se parecía más a un (como
la reemplazante) vestido. Sus calzas tenían una selección de colores
particularmente chillones y toda ella gritaba energía y pasión desenf(ren)adadas.
Una noción muda se deslizó entre sus
pensamientos mientras avanzaban hacia el grupo: se vestían para ser observados
y, consecuentemente, juzgados. Su amiga lo sentía un juego absurdo y
placentero, y elegía su vestuario acorde a esa idea. El resto temía a ese
juicio y se escondía tras su ropa.
Sacudió la cabeza con una risa amarga, ¿desde
cuándo filosofaba tanto? ¿Y quién era él para saber qué era lo indicado allí?
Era un sapo de otro charco. Quizá esas ideas de rechazo constituían una especie
de mecanismo de defensa para hacer frente a su incomodidad. Iba a tener que
llevar alguna excusa para invalidar las miradas juiciosas cuando los chicos finalmente se voltearan para
verlo.
—Había una vez un cantante de ópera llamado
Pepe —recitó entonces la chica sobre el escenario, despertando en seco de su
letargo. — Era el más
egoísta de toda la compañía; cada vez que cantaba duetos con la
soprano, lo hacía tan fuerte y
mantenía sus notas por tanto tiempo
que nadie oía más que a él.
Celeste se cruzó de brazos y arqueó una ceja.
—¿Te acordás de ella? —le susurró; Martín
negó con la cabeza.
—Así que un día la soprano, ¡que tenía un hada madrina!, le pidió
que hechizara a Pepe.
—¡Es la chica que nos felicitó en tu casa!
—exclamó entonces en voz baja.
—Exacto. La estrellita.
—A la noche siguiente, Pepe cantó más fuerte que nunca y mantuvo su última
nota por tanto tiempo que acabó
llevándose todos los aplausos.
—Pero esta chica es malísima. Acentúa
exageradamente casi cada palabra que dice.
—No hace falta ser bueno para ser una
estrellita. Mucho menos en un taller de comedia musical.
El tono era tan despreocupado como siempre,
pero de cada palabra rebalsaba ácido. En su cabeza regresó a la noche en que
había sido felicitado por la chica que ahora empezaba a cantar —«Eso no es
interpretar», leyó de la mente de Celeste— y, concretamente, a la escena de la cocina, tras su performance
de A Passage to Bangkok. El ceño (reprobador) fruncido de su amiga
comunicaba todo lo que había vomitado sobre los
chicos aquella noche.
Una perfección técnica bañaba la canción con
algo que se deslizaba en aburrimiento. Martín se encontró preguntándose dónde
estaba la pasión en aquella (no)
interpretación. Era un vibratto fabuloso, pero no había mucho más detrás: sus
movimientos eran mecánicos, pero sospechosamente precisos, como si (pensara) calculara cada uno de los gestos
que adosaba a su canto. Se le conjuró la idea de una precisión quirúrgica, pero al mismo tiempo la
frase «La operación fue un éxito pero el paciente murió» parecía describir mejor
la situación. No obstante, no podía negar que era una buena cantante. Su voz
era deliciosa, incluso picaresca, pero no era una actriz. El recitado anterior
lo había probado y el torrente de música sin inflexiones que escapaba ahora de
su boca —tan intenso y a la vez tan vacuo— lo corroboraba.
La canción terminó y el público explotó en
aplausos. Celeste se les sumó con una sonrisa cordial y forzada. Resintiendo el
impacto de un codazo en su costado, Martín también la felicitó, observando los
ademanes exagerados con los que se acercaban para loar su... ¿actuación? Una chica sacudía la cabeza,
murmurando repetidas veces «¡Increíble!», otro chico abría la boca, mudo, con
una mano demasiado abierta en el corazón. Kev Steller —con su dichosa bufanda alrededor
del cuello a pesar de la calefacción— le dedicó una sonrisa condescendiente y
le dio una palmadita en el hombro; antes de que la cantante, perpleja, pudiera atinar
a contestar aquel gesto, otra compañera se le acercó para abrazarla y
estrujarla.
—¡Espectacular...! —anunció entonces alguien desde
la puerta.
Sus zapatos acentuaron lo sarcástico de cada
sílaba al descender al espacio donde, un piso más abajo, reposaban las butacas.
—...Si esto fuera un taller de canto y no de
musicales —dijo, deteniéndose al pie de la pequeña escalinata y cruzándose de
brazos. —No creí posible que alguien pudiera darle menos historia a Johnny One Note,
pero supongo que en el fondo uno sabe que nunca puede dejar de sorprenderse.
Celeste dejó escapar una risita y murmuró: «Ese
es Gino, el profesor de Los Paraguas», señalando al hombre que, parado muy
erguido en mitad de la sala de ensayo, observaba a sus alumnos con una
expresión afectada pero indescriptible. Al otro lado del salón, la cara de la
chica palpitaba en ira, vergüenza y estupefacción.
—No hay mucho personaje detrás de esa
canción, Dios sabe que no habría mucho de eso hasta Oklahoma!, pero por-lo-menos, Carlita, tenés que conectarte con la idea de la canción. Nos estás contando
de esto que le pasó a Pepe, el cantante de ópera. Decime, Carlita, cuando vos
le contás algo a alguien, ¿no lo hacés interesante, para que ese alguien quiera escucharlo?
—Sí —musitó Carlita, con la vista clavada entre
las rendijas de las tablas del escenario.
—Entonces, si lo sabés, ¿por qué no lo hacés?
—una pausa de silencio se proyectó por el lugar, rebotando y reverberando con
más intensidad ante los gestos impacientes de Gino. —¿Hum?
Era como estar en el aula, pensó Martín:
nadie miraba nada ni a nadie, pero todos parecían expectantes e incluso deseosos de saber qué sucedería luego, como
relamiéndose ante aquel suculento plato de bochorno público.
—Bueno —sentenció Gino, avanzando hacia los chicos—, parece que tenemos bastante
qué trabajar.